Sin
querer añadir causticidad al hecho de celebrarse el día de la madre en el mes
de las vírgenes y las promiscuas florecillas, me gustaría plantear la
incontestada pregunta de, ¿Qué hacen ellas durante esos seis años y medio que
viven más que los hombres?,
dado que no me satisface lo que dice el último estudio al respecto: padecer, que me resulta muy relativo desde que supe lo de Sade con Justine.
dado que no me satisface lo que dice el último estudio al respecto: padecer, que me resulta muy relativo desde que supe lo de Sade con Justine.
Yo
más bien soy de la idea de que las mujeres, una vez que han puesto siglos de
por medio con la juventud y alcanzan el grado de ‘mayor’ (que es menos que
coronel, pero casi), a lo que más dedican su estrategia durante esa prórroga
que da para hacer una ingeniería, es a consolidar el nuevo matriarcado, a la
restauración de un reinado asentado sobre las mejoradas condiciones de la
esperanza de vida femenina.

Si
con el paso de la edad los hombres tendemos a ser unos prostácratas renegados
de todo lo que se mueve desde el cielo hasta la uretra (ésta notablemente
menos), dentro de un anarquismo de gruñicio que conduce a algunos a las últimas
derrotas en su lucha con el cuerpo, e incluso a la regresión más lastimera a la
sempiterna idiocia adolescente, y a otros a pasárselo definitivamente en grande
ciscándose en todo, las mujeres se vuelven menárquicas (o menaanarcas, también),
entronizadas en esa lascivia atemperada que emerge de perder todo pánico por los
calores (después de pasar frío toda la vida) y el agobio del maltratador
biológico que es la menopausia, superado el complejo de la pérdida de atractivo
y pasando de la pretensión de seguir siendo Venus, asumido ya que siempre se
estará más cerca de la de Duhrendorf que de la de Milo, cuando el hipotético
fin del amor, la escasez creciente de medios y el crecimiento (o encogimiento)
de los hijos les dan risa.

En
esa relativización de cumplir años por cumplir o hacer la puñeta, según, con
los que las rodean, es cuando se dedican a expandir su matriarquía en general,
y sobre hijas y nietas en particular, aprovechando las pensiones, las
infraestructuras, la vía libre interesada por la autovía feminista que ponen a
su disposición los poderes y, por qué no, la autonomía que da estar viudas, virtuales
o efectivas, y vayan o no por la vida como vaca sin cencerro.
En
ese panorama es en el que se anda prodigando la figura, algo más que tópica, de
la abuelita zascandil, vitanguera, retozona, animosa (qué remedio) y motivada
que viene a sofocar los rigores de toda disfunción y a restablecer en virtud de
su antigüedad la línea consanguínea más añeja. Porque lo peor de ser madre es
que no se pasa. Y ahora que sus vástagas zozobran de vértigo ante lo
conseguido, ellas no atascan.
Las mujeres, como herederas universales del hombre, quiérase o no,
han recibido también la mayor, o sea la herencia de la duda, el legado de no
saber si hacen bien o mal, la obligación moral de responder de sus elecciones,
de si sus compañeros están con ellas por amor o por las nuevas dependencias
económicas de género, pues si la duda del amor es la tarjeta de presentación
del desamor, en la mujer, no suficientemente deseducada todavía, la duda
alcanza a todo, hasta el corazón de la matriuska que la mayoría lleva dentro. Y
ahí es donde la abuela es un cabo en el seísmo, y no por no tener dudas, sino
porque ni se las plantea, al no ser pertinentes en esa prótesis de la edad que
son esos seis años y medio añadidos a la vida (en el fondo vistos como
imposibles por exagerados) tras el último gran entierro.
Es
en esa joi de vivre (en lo posible)
donde se fundamenta toda la abuelaquinesia moderna de revivir la vida como un
gineceo con bótox. Abandonado el viejo complejo de Penélope, retejen definitivamente
los lazos en su nuevo noviazgo con la sangre, bien que con la particularidad de
hacerlo a lo Sartre-Bouvoir, cada una en su casa y el diablo en la de todas,
pero uniendo las distancias con ese hilo dúctil del móvil con el que urden la
tela necesaria para dar forma a un nuevo marco tribal lleno de hitos femeninos,
eso que los americanos han definido sociológicamente como ‘cocoon’, o vuelta al
capullo hilado con carantoñas, táper, historias de petaca, profusión de idas y
venidas, prebendas a los nietos (las hay que aún dan paga a algunos que cobran
seis o siete veces lo que ellas), que para eso son los únicos que, aparte de
los ricos, disfrutan del patrimonio de los pobres.
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Lo que pasa en Baltimore por felicitar el Día de la Madre con pasamontañas. |
Un
lado malo de este fenómeno es que esa manía tanto de prostácratas como menárquicas
de poner cada uno por su lado en un pedestal a lo aniñado, nos arrastra a una
pederastia cultural como contrapartida perversa de la consideración del
envejecimiento como prueba inequívoca de la decrepitud del sistema. El bueno
puede ser –además de hacernos ver que, en efecto, como ellas consuelan a cada
berrinche, nunca pasa nada– que gracias a la vida, que como decía Violeta, les
ha dado tanto, y a su propina, pueda conjugarse mejor ésta de ahora cada vez
más claramente atomizada dentro del irrevocable pañuelo que es ya el mundo,
interconectado por nexos intangibles, crecientemente celular, claustral y
casera hasta en lo laboral, cada vez mayor y a la vez más recogida en pequeños
grupos antropológicos en los que los vínculos claves de la gen, en especial los
femeninos, parecen llamados a tener un papel preponderante en la conciliación
de los diversos planos vitales (la abuelas como expertas en conciliábulos) como
fórmula básica de adaptación de esa célula social a la nueva aldea global que
se avecina.
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"No olvides comerte el bocata y causar problemas". Eran los 70. Cómo han cambiado los tiempos... Ylas madres. |
Un
papel de transmisión de lo que permanece que les ha correspondido por no fumar
ni tener próstata, y que llevan mejor o peor. Que, para mejorarlo, y para
evitar ciertos guisos suyos, recomendados o con receta, y evitar algunos malos
rollos, malcrianzas, incordios, excesos de azúcar y otros lastres irremediables
de ejercer en solitario, lo suyo sería, para su labor como depositarias del
continuum a través de los mundos que una vida recorre, que vinieran acompañadas
de un libro de instrucciones en algún idioa inteligible, y a poder ser
acompañadas, como los civiles de antes, de su pareja. Pero es que eso sería ya
la hostia. Y que, de llevarla, ¿cuándo iban a poder disfrutar entonces de esos
seis años y medio que la vida les da como propina?
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