Estos días, con la de
vírgenes –que ya será menos– que se pasean en los pueblos, éstos parecen
colmaos, según me dicen.
Hasta los subsaharianos que vienen a la cebolla, la hortaliza y demás, acaban siendo sus devotos, por la cuenta que les trae, mira qué pijo, y la gente, harta de pan bimbo y de no tener adonde sacar el coche nuevo, se le cruzan los cables y se largan a hacer puebling, que es como se denomina a ese enfoque vital que siempre tuvieron los nuevos pobres (los que pasan de pobres de pueblo a urbanos) cual es, en oposición a los nuevos ricos, que sí tenían dónde tomarse una coca, el ir por los poblados dándoselas de “qué bien se está aquí” (aunque tampoco tengan dónde aparcar) y “por lo menos aquí se dormirá por las noches”, sobre todo si te acuestas atufado.
Hasta los subsaharianos que vienen a la cebolla, la hortaliza y demás, acaban siendo sus devotos, por la cuenta que les trae, mira qué pijo, y la gente, harta de pan bimbo y de no tener adonde sacar el coche nuevo, se le cruzan los cables y se largan a hacer puebling, que es como se denomina a ese enfoque vital que siempre tuvieron los nuevos pobres (los que pasan de pobres de pueblo a urbanos) cual es, en oposición a los nuevos ricos, que sí tenían dónde tomarse una coca, el ir por los poblados dándoselas de “qué bien se está aquí” (aunque tampoco tengan dónde aparcar) y “por lo menos aquí se dormirá por las noches”, sobre todo si te acuestas atufado.
En fin, la clásica
arrogancia embozada de falsa melancolía del paraíso perdido que invade, dicen,
a aquellos (casi todos) que lograron zafarse del retrete de corral, y van, y
vuelven. Solo porque las casas han cambiado y ahora los baños están alicatados
hasta el techo y con fenefa –cenefa,
dicen allí–.
El puebling es uno de
esos fenómenos inexplicados sobre los que se han arrojado, entre otras cosas –merecidas,
como no podía ser de otra forma– varias hipótesis, pero de entre las cuales se
echa a faltar todavía una sociología seria que lo explique en extenso. Y es
que, aunque mucho haya cambiado todo, cuando alguien va a un pueblo le pasa
algo así como a aquella mujer que huyó con un panadero y se decía que estaba en
panadero desconocido. Que es por lo que mucha gente prefiere estar, pero que al
menos sea en una ciudad.
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Actividad típica de pueblo, en los que, a la vista está, se acaba uno subiendo por las paredes. |
Y es lo que les ha
pasado a muchas mujeres de pueblo, que, a pesar de que es de los pocos sitios
donde se puede adquirir un moreno moreno, (me refiero al 3M, el inmediatamente
inferior al subsahariano), oye, como que no, que pillan y se evaden, así como
si no les gustara el solar patrio. Por eso creo que en estas fechas tan
señaladas, a las mujeres les cuesta, se ponen retrecheras a la hora de dar un
garbeo por la campiña de arriba de norteáfrica.
Y es que yo pienso
seriamente que la ciudad es un invento de las mujeres que nunca agradeceremos
bastante, incluso los que no nos gusta la ducha. Ellas fueron las pioneras del
éxodo pueblerino, hartas de aquel corsé intangible de la vigilancia patriarcal,
el rumor y la acusación sin pruebas, o con ellas, qué más da. Y no lo fueron
por su famosa inconstancia, aunque pueda serles atribuido eso de que no hay
idea que permanezca en una persona toda la vida –sobre todo la de quedarse toda
la vida en un pueblo–, sino porque necesitaban un escaparate lo suficientemente
grande como para poder verse en toda su entereza, y eso sólo lo proporciona la
ciudad: escaparates. El único lugar capaz de ubicar –y reflejar– una mujer al
completo.
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Otra actividad a la que se llega a base de vivir en el pueblo: los políticos haciendo de antidisturbios, manejando el cañón de agua contra la masa calenturienta. Y oye, tan a gusto. |
Tengo para mí que los
pueblos empezaron a cambiar desde el momento en que hubo recién diplomadas del
magisterio que se negaron a ir destinadas a una aldea serrana, con muchos
achaques pero con el inconfesable de que allí no iban a encontrar ni una
maldita luna donde mirarse; renuencia que aún existe hasta el punto de que hay
maestras que alquilan en comandita un piso lejos del lugar de trabajo con tal
de no estar a la vista de sus víctimas. Y lo mismo pasa con las que viven allí, que lo
único que echan de menos de verdad son los escaparates.
Y es que, ¿se
imaginan viviendo de espaldas a ese portento que sintetiza las esencias de
nuestro modus vivendi? Yo no. No sé si es algo transexual o simplemente
consumista. Pero lo que sí sé es que, para que la gente pudiera hacer puebling
con garantías, sería deseable que los ayuntamientos, con la ayuda de las
Diputaciones, antes de que desaparezcan, je, je, en vez de tanto frontón y
tanta pioscina vacía, montaran escaparates en las calles principales, aunque
fuera con artículos de pega, o sin nada, sólo para mirarse, para que la gente
al pasearse, creyera estar por fin en otro sitio. Que es lo que pasa con la
ciudad, esa otra ilusión. Porque si Lenin dijo que el comunismo es el
socialismo más la electricidad, la ciudad es el agua corriente más Zara.
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