Uno de nuestros tópicos favoritos del que
echamos mano efusivamente para quitarnos ese pelo de la dehesa avinagrado que
llevamos desde Recesvinto –un turista gótico–, es que ahora los españoles
viajamos mucho, que nos hemos hechos viajeros
–y no sólo en el tiempo–, y además nos encanta. Dos mentiras por el
precio de una, como gustamos en un sitio donde las ofertas han sustituido al
regateo, sin ir más lejos.
Esta imagen que tenemos de
nosotros mismos como inveterados transeúntes trotamundos, determinada por las
condiciones de (falsa) ubicuidad a que aboca la (dinámica) vida cotidiana
actual, tiene sus raíces en un triple concepto perfecta y falazmente interiorizado
por todos, como es el relativo al tiempo–movimiento-velocidad, con el que desde
la mecanización se nos viene identificando, convencidos de estar perfectamente
adaptados a un mundo fugaz de cambiante, creyéndonos todos unos fitipaldis de
la vida. Cuando lo único que hacemos, como mucho, es acoplarnos a su lomo
dejándolo hacer mientras canturreamos el “gira, el mondo gira, en su espacio
sensa fine…”, más bien escépticos de ir a ninguna parte, porque dudamos de que
movernos a gran velocidad, apurar el tiempo, eso sea viajar, sino todo lo
contrario.
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Para viajar no hay que ir tan lejos... |
El viajero de hoy no es más
que un consumidor de productos asociados estrecha o vagamente a la percepción
de tiempo y espacio vistos como mercancías, como consumibles, que hace uso de
esos bienes más que necesarios como son coches y carreteras, por supuesto que
lamentándose de ellos, mientras se enorgullece del bien superfluo confundido
con viajar que es la frivolidad sin fuste de pasar tres días visitando calles
en otra ciudad, en vez de aprovecharlos para viajar de verdad por las calles de
la propia, por ejemplo.
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¿A que no? |
En general, con eso que
llamamos viajar, a lo más que llegamos es a llevar a la depravación psicótica
uno de los mayores jobis occidentales, el iniciado por los primeros monjes
medievales con la partición, medición y control del tiempo y el espacio, a
partir del ora et labora como origen tanto del horario como un catálogo de
momentos, con el marcado de las campanas (siglo VII) –semillas de ese mal
llamado reloj interior de cada uno–, como del calendario como organización
completa de la repetición que es la vida hasta su océano.
¿Qué sería de nosotros sin
campanarios? Pues lo que somos: seres con cierto desorden temporal, y un vacío
de campanas que oímos sin saber dónde, y que hemos de suplir con la habilidad
de reagrupar tiempos muertos, hoy tan disponibles, en lo que hemos dado en
llamar viajar. Y tan caro de cumplimentar, solventándolo con salidas tan
comparativas y replicantes de nuestro domus, por supuesto inmejorable –somos
puro mito de Penélope, el mito “re”: rehacer, reconstruir, recuperar, revisar,
revivir–. Lo cual ayuda a acentuar la querencia por lo próximo, lo doméstico,
lo cercano, lo local, lo nuestro, el “como en casa, en ningún lado”, que dan
base a ese caserismo neoinmovilista (el célebre fenómeno “cocoon” americano)
que podríamos llamar cosmopolita, por lo muy variado de las entradas y salidas
con que suele condimentarse, y caracterizado en el fondo por su
enclaustramiento, tribalización, endogamia relacional, y el más moderno y
nucleico de los etnocentrismos.
Nada que ver, por tanto con la modernez, disponibilidad y
versatilidad exigidas hoy, y todo aquello de lo cual presumimos por carencia,
en especial en el caso de los jóvenes, que cada vez viajan menos y se desplazan
más, con todas las consecuencias que ello acarrea, que, paraplejias y decesos
prematuros aparte, pueden ser todavía
más profundas, según dicen, que ya es decir, en lo laboral, lo mental, lo
social, ya que si el no viajar, si en general produce una ralea paleta, hueca,
sectaria y cerrada, generalmente irrecuperable salvo en elecciones, eso mismo
puede dejar daños irreversibles en un joven, morrocotudamente penosos si los
pensamos más aherrojados que dichosos en la tumba del bienestar de una sociedad
que, aunque sea anecdótico, ni les exige ir a la mili, y algunos no salen de
las sayas maternas ni para estudiar una carrera, que hacen cada uno en su
aldea.
Y es que las aldeas siempre
han tenido esa evocación entrañable y eterna. McLuhan lo sabía cuando recreó el
mito con su Aldea Global. Sólo que ahora, cuando el mito se ha cumplido y ya
está ajado, y el mundo es una aldea de aldeas, los jefes se quejan de que nadie
quiere salir de la suya, tan calentita. Y así, sin movilidad, sin flexibilidad,
sin ductilidad, ni hay desarrollo, ni crecimiento, ni mucho menos empleo
juvenil que así se denomine.
Y visto que a los padres ya
no los sacan del nido ni con un gancho de atunes, empiezan a azuzar a los
vástagos para que viajen algo más y dejen de ser en su mayoría balandros sin
viento varados en la calma del confort, para adquirir las mañas de la boga (que
también es un pez por cierto que con mucha raspa) por este proceloso mar de la
existencia, si quieren heredar de verdad el timón del paraíso para los restos.
Aunque hay un problema. Me parece que los organizadores de esta carrera y nueva
vuelta de tuerca productiva se olvidan de que éstos de ahora algo barruntan de
que no se les anima a viajar, sino más bien a seguir desplazándose (y a
pegársela), sin tener muy claro si lo que se les invita es a hacerse cargo es
de los restos de la felicidad o del resto de la nada. Ya veremos. Se admiten
apuestas.
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