lunes, 7 de septiembre de 2015

Balandros al viento

Uno de nuestros tópicos favoritos del que echamos mano efusivamente para quitarnos ese pelo de la dehesa avinagrado que llevamos desde Recesvinto –un turista gótico–, es que ahora los españoles viajamos mucho, que nos hemos hechos viajeros  –y no sólo en el tiempo–, y además nos encanta. Dos mentiras por el precio de una, como gustamos en un sitio donde las ofertas han sustituido al regateo, sin ir más lejos.
Esta imagen que tenemos de nosotros mismos como inveterados transeúntes trotamundos, determinada por las condiciones de (falsa) ubicuidad a que aboca la (dinámica) vida cotidiana actual, tiene sus raíces en un triple concepto perfecta y falazmente interiorizado por todos, como es el relativo al tiempo–movimiento-velocidad, con el que desde la mecanización se nos viene identificando, convencidos de estar perfectamente adaptados a un mundo fugaz de cambiante, creyéndonos todos unos fitipaldis de la vida. Cuando lo único que hacemos, como mucho, es acoplarnos a su lomo dejándolo hacer mientras canturreamos el “gira, el mondo gira, en su espacio sensa fine…”, más bien escépticos de ir a ninguna parte, porque dudamos de que movernos a gran velocidad, apurar el tiempo, eso sea viajar, sino todo lo contrario.
Para viajar no hay que ir tan lejos...
Lo anterior, si no demuestra que somos unos Einstein, sí arroja esperanzas sobre una salud mental en entredicho que se hace la ilusión de viajar, porque así lo manda la moral social actual, que si no viajas, eres un personaje abyecto. Y viajando, te integras (con perdón de D. Albert, por supuesto). Y ahí queda la cosa. De modo que todo el mundo pasa por viajar a punta de pala. Y todos tan contentos (excepto los psicólogos, que podían sacar algo de la inadaptación). Pero lo que se hace realmente no es viajar, sino repartir el tiempo en el espacio, diversificando ambos. O sea, manipular una disponibilidad, reapropiándosela. O sea, consumar la posibilidad ofrecida –no una necesidad, la cual se crea por el hecho de asumirla–. En definitiva, consumir.
El viajero de hoy no es más que un consumidor de productos asociados estrecha o vagamente a la percepción de tiempo y espacio vistos como mercancías, como consumibles, que hace uso de esos bienes más que necesarios como son coches y carreteras, por supuesto que lamentándose de ellos, mientras se enorgullece del bien superfluo confundido con viajar que es la frivolidad sin fuste de pasar tres días visitando calles en otra ciudad, en vez de aprovecharlos para viajar de verdad por las calles de la propia, por ejemplo.
¿A que no?
Y es que lo que llamamos viajes son reproducciones con distinto paisaje de la vida diaria, clónicas por mucho exotismo con que se nos presenten, siendo casi nulo el intervalo entre el origen y el destino; en definitiva como salir de tu casa, despejarse, darse un garbeo. Y eso sigue sin ser viajar, sino desplazarse, que nada tiene que ver con el fin mismo del viaje, que es trasuntarse in itinere, pasar a otro estado, cosa que sólo consiguen hoy día, si se me permite ser macabro, los que la diñan en pleno trayecto.
En general, con eso que llamamos viajar, a lo más que llegamos es a llevar a la depravación psicótica uno de los mayores jobis occidentales, el iniciado por los primeros monjes medievales con la partición, medición y control del tiempo y el espacio, a partir del ora et labora como origen tanto del horario como un catálogo de momentos, con el marcado de las campanas (siglo VII) –semillas de ese mal llamado reloj interior de cada uno–, como del calendario como organización completa de la repetición que es la vida hasta su océano.
¿Qué sería de nosotros sin campanarios? Pues lo que somos: seres con cierto desorden temporal, y un vacío de campanas que oímos sin saber dónde, y que hemos de suplir con la habilidad de reagrupar tiempos muertos, hoy tan disponibles, en lo que hemos dado en llamar viajar. Y tan caro de cumplimentar, solventándolo con salidas tan comparativas y replicantes de nuestro domus, por supuesto inmejorable –somos puro mito de Penélope, el mito “re”: rehacer, reconstruir, recuperar, revisar, revivir–. Lo cual ayuda a acentuar la querencia por lo próximo, lo doméstico, lo cercano, lo local, lo nuestro, el “como en casa, en ningún lado”, que dan base a ese caserismo neoinmovilista (el célebre fenómeno “cocoon” americano) que podríamos llamar cosmopolita, por lo muy variado de las entradas y salidas con que suele condimentarse, y caracterizado en el fondo por su enclaustramiento, tribalización, endogamia relacional, y el más moderno y nucleico de los etnocentrismos.
Nada que ver, por tanto con la modernez, disponibilidad y versatilidad exigidas hoy, y todo aquello de lo cual presumimos por carencia, en especial en el caso de los jóvenes, que cada vez viajan menos y se desplazan más, con todas las consecuencias que ello acarrea, que, paraplejias y decesos prematuros aparte,  pueden ser todavía más profundas, según dicen, que ya es decir, en lo laboral, lo mental, lo social, ya que si el no viajar, si en general produce una ralea paleta, hueca, sectaria y cerrada, generalmente irrecuperable salvo en elecciones, eso mismo puede dejar daños irreversibles en un joven, morrocotudamente penosos si los pensamos más aherrojados que dichosos en la tumba del bienestar de una sociedad que, aunque sea anecdótico, ni les exige ir a la mili, y algunos no salen de las sayas maternas ni para estudiar una carrera, que hacen cada uno en su aldea.
Y es que las aldeas siempre han tenido esa evocación entrañable y eterna. McLuhan lo sabía cuando recreó el mito con su Aldea Global. Sólo que ahora, cuando el mito se ha cumplido y ya está ajado, y el mundo es una aldea de aldeas, los jefes se quejan de que nadie quiere salir de la suya, tan calentita. Y así, sin movilidad, sin flexibilidad, sin ductilidad, ni hay desarrollo, ni crecimiento, ni mucho menos empleo juvenil que así se denomine.

Y visto que a los padres ya no los sacan del nido ni con un gancho de atunes, empiezan a azuzar a los vástagos para que viajen algo más y dejen de ser en su mayoría balandros sin viento varados en la calma del confort, para adquirir las mañas de la boga (que también es un pez por cierto que con mucha raspa) por este proceloso mar de la existencia, si quieren heredar de verdad el timón del paraíso para los restos. Aunque hay un problema. Me parece que los organizadores de esta carrera y nueva vuelta de tuerca productiva se olvidan de que éstos de ahora algo barruntan de que no se les anima a viajar, sino más bien a seguir desplazándose (y a pegársela), sin tener muy claro si lo que se les invita es a hacerse cargo es de los restos de la felicidad o del resto de la nada. Ya veremos. Se admiten apuestas.

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