lunes, 7 de noviembre de 2016

Cienmatontunas: Cuando Hollywood era la retaguardia

Es norma archisabida de las guerras que la retaguardia hay que tenerla bien cubierta, ya que es donde se cuece todo. Y no solo en las guerras. De modo y manera que resulta fácil intuir que igual de relevante, si no más, es la primera línea, como las cocinas.
Las patrias, o lo que sea, se defienden (o se dilapidan) tanto desde las trincheras como desde los puticlubs. O ese fue al menos el mensaje instaurado tras la última gran guerra por los que la ganaron, instalando en el ideario colectivo que igual de patriotas eran los actores de Hollywood que asistieron al escenario de la contienda real, como los que participaban en la guerra de atrezo de las películas sobre la misma en plena campaña. Y en cierto modo así fue, ya que ni unos ni otros pegaron muchos tiros, y salvo casos bastante excepcionales y colaterales al mundillo, como el de Glenn Miller (muerto por accidente en un barco), la mayoría salieron no solo ilesos de aquel infierno, sino también con más currículo, puesto que, básicamente aquello no fue tanto una inmersión (menos los que anduvieran en submarinos, claro) como una inversión en toda regla.
No vamos a descubrir aquí que a Hollywood le tocó, como no podía ser de otro modo, integrarse en la gran maquinaria belicista gubernamental, una vez declaradas las hostilidades. A principios de 1942 se forma la OWI (Agencia de Información de Guerra), una de cuyas oficinas principales es la de Películas, cuya función clave es la de vigilar en clave ideológica según “una visión liberal y newdealista de cómo debería luchar Hollywood”, y en la cual se integra rápidamente el cine, publicándose en ese verano el Manual Informativo de Gobierno para la industria cinematográfica.
Fotograma de Ser o no ser, de Lubitsch.
De modo que los grandes estudios entraron en unas maniobras permanentes, redoblando así como agit-prop lo que ya era el gran aparato movilizador universal (y de la Metro, Paramount, etc), todos en una sola dirección, aunque, eso sí, con un doble sentido.
Por un lado destinando a una parte (pequeña) de la plantilla para actuar in situ como protagonistas de la película que se rodada con fuego real por todas partes, al objeto casi único de publicarlo constantemente a los cuatro vientos para focalizarlos como el ejemplo a seguir. Aunque poniéndolos siempre a buen recaudo, como es lógico, no fueran a causar baja de verdad y no se les pudiera seguir exprimiendo como iconos de abnegación y garantía de victoria (aunque seguro que a más de un gerifalte le habría gustado algún mártir más entre ellos para rizar el rizo). 
Y por otro, la fábrica de sueños, en este caso convertidos en pesadillas con un ansiado, pero que había que garantizar, final feliz, no podía pararse. Así que se necesitaba más mano de obra en casa de la que las delicadas de las estrellas podían ofrecer para las armas.
Esa fue la razón, la productiva, por la que solo unas cuantas figuras de la pantalla fueron cedidas por los patriotas estudios para engancharse en el papel de actores soldado, y carne de noticiario para su ensalzamiento y alabanza como iconos de la cruzada. 
Evidentemente, muchos menos que los se quedaron en las cocinas. Y si con el tiempo la lista de admitidos para tal gloria fue engordando para la historia, fue por la inclusión a posteriori de todos aquellos que tomaron parte en el cataclismo, y que después llegaron a ser actores conocidos e incluso estrellas, como Paul Newman, Steve McQueen o Lee Marvin. Naturalmente, de otros que cayeron y jamás llegaron a nada nunca se supo.
La participación de Hollywood en la guerra fue de facto desde el principio una especie de Acuerdo Social, o, siguiendo con la tónica rooselveltiana de esos años, un mini New Deal, al menos tácito, en el que, de un lado se aportaba lo que se tenía, a cambio de liberar a la humanidad, un mundo mejor, y todo eso, lo cual, como contrapartida, mejoraría de hecho el estatuto de los propios estudios y la industria en general, que con aquel nuevo papelón iba a adquirir nuevas dimensiones, con los actores todavía más ganadores en lo social, como sin duda así fue prácticamente en todos los casos, adquiriendo los enganchados caracteres de protohéroes y tras su vuelta a los platós, el estatuto de intocables.
Pero también, y esto es lo curioso, fue muy provechoso para los que no fueron al frente, y sus servicios fueron muy estimados. Un tipo de valoración que no puede hacerse si no es desde una perspectiva empresarial corporativa, que implica suponerlos a todos en comandita y parte de un mismo proyecto complejo de todos en el mismo barco, y no solo el de la patria, evidentemente. Que es lo que explica la no penalización, sino más bien lo contrario, de todos aquellos que no ofrecieron más sangre por la nación que la de tomate de los efectos especiales, que además era muy poca en el cine de entonces.
Chaplin en El Gran dictador. es de destacar cómo fueron los
cineastas europeos, forzosos o no, asentados en Hollywood,
los primeros y principales militantes cinematográficos contra
lo que habría de venir, frente a una opinión generalizada más
bien tibia y contemporizadora, de los más americanos, más
acorde con el neutralismo tan en boga en el país en esa época.
Aunque también apoya tal resultado el que muchos de aquellos que se quedaron en la retaguardia aprovechasen esos años para hacerse un nombre cuando no todo un hueco en el estrellato, del que más tarde sería difícil apearlos (si es que hubiera habido voluntad para ello), poniéndose así a la altura de los que una vez de vuelta aún fueron insuflados con más bríos para mantenerse en el olimpo, reiniciando todos con más poderío, si cabía, la expansión del cine durante los años venideros hasta cotas que serían ya insuperables y en las que ya no cabía distinguir los uniformados de los civiles, los veteranos de los reclutas. (Si bien otras varas de medir, separar y reagrupar, estaban por venir).
Así que todos fueron valientes. Aunque unos lo fueran más que otros, claro.
Inciso: No deja de resultar algo sospechosa cierta selectividad a la hora de incorporar a los actores a la iconografía hagiográfica de guerra, en la que, si bien no es excluyente, primaron ostentosamente los americanos más selectos y puros, lo que suscita la idea de una capitalización WASP de la representación de tal gloria, en detrimento de otras grandes minorías, como la judía, italiana, germana, eslava, etc, recién instaladas pero muy presentes en el país, y cuyo papel queda más bien relegado a una zona oscura de la participación. Los negros, simplemente no existen.
Y si en ambos sectores hubo un buen número de listos calculando con sus agentes y empleadores, los pros y los contras, lo que sí está claro a tenor del resultado es que entre los de la retaguardia, como suele pasar, además de los antibelicistas, más in pectore que netos, disidentes, cuando no rebeldes a la causa, remolones, o simplemente antipatriotas, o al menos sospechosos, aunque luego, tras la victoria, todo, o casi todo, sería cubierto por un tupido velo igualitario, sí que muchos hicieron un agosto que, en su caso duró tres añitos y medio. Y si no, echen un vistazo.
Dan Duryea, que llegó en 1940 a Hollywood y hasta el fin de la guerra hizo 11 pelis. No está mal. La carrerilla cogida así le duraría hasta los años 50.
Edward G. Robinson, cincuentañero ya, no estaba para trotes bélicos, y gracias, porque durante esos años de fuego Don Eduardo hizo sus mejores piezas. Todo un regalo. Luego sería acusado de comunista, como tantos otros no tan bien avenidos con la patria de adopción (judío él, de la Rumanía húngara de 1880). Pero eso qué más da.
Brennan, que sin duda no pudo ir a la guerra fue,
más que nada por no tener que llevar dentadura
 postiza.
Walter Brennan, al llegar la guerra ya tenía tres Oscar. Y aún así, o por eso mismo, jamás dejó de ser un secundario, aunque de lujo, haciendo siete películas durante las tres años y medio que duró el conflicto (para los americanos). Pocas, si tenemos en cuenta que solo en el 41 había rodado seis de las 240 en que en total participó.
Van Efflyn, treintañero entonces, y cuyo periodo de guerra entra de lleno en sus dos décadas de carrera más importantes: los 40 y 50.
Dana Andrews. De edad parecida. Ni el estallido de la guerra pudo detener su frenético ritmo de rodaje. Western, aventura, comedia, melodrama, cine negro o thriller son algunos de los géneros que probó, con éxito, durante los años que duró la contienda.
Brando, que con 16 años no estaba en edad militar (aunque otros a esa edad o parecida, como Christopher Lee, o Paul Newman, 18, ya se habían alistado en la de verdad) demostró ya que eso no era lo suyo, ingresando, contra su voluntad, en la Shattuck Military Academy de Fairbult, Minnesota, donde lejos de «enderezarse», fue expulsado dos años después por insubordinación.
Gregory Peck. He aquí un caso único, pues en plena edad militar, la aprovechó para hacerse como actor, progre y casado ya, y empezar a labrarse aquella su fama inmarcesible de americano honrado por excelencia que le acompañaría siempre y en toda circunstancia. Un lince siempre de perfil.
Alan Ladd, talludito pero aún en edad de merecer, prefirió terminar de hacerse una estrella. Aunque lo mismo es que no daba la talla. Pero menos la daba Mikey Rooney, y al menos se fue de payaso.
Gary Cooper. Sí. Aunque parezca increíble. Retaguardia pura y dura en acción. Los primeros años de la década de los cuarenta fueron la época de su mayor esplendor. Consiguió de hecho su primer Oscar por El sargento York (1941), precisamente con la historia de la crisis moral de Alvin York, un pacifista que termina por convertirse en héroe de la Primera Guerra Mundial. Su interpretación le convirtió en casi un héroe nacional… pero no se alistó ¿Tendría algo que ver su vieja lesión de espalda, dicen que por caerse de un caballo, aunque su fama de castigador sexual era también de aúpa. Al año siguiente obtuvo su tercera nominación consecutiva al Oscar con Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway, su amigo íntimo y otro que tal de lo mismo. Para rematar la faena, en 1944 formó su propia productora, la International Pictures. Eso se llama maximizar el beneficio.
John Wayne. Pues sí. Sorpresa clamorosa e inesperada, pero el icono del militarismo yanqui, para gozo de objetores jamás pisó un cuartel. Aunque el gran bigardo bien que daría a posteriori la vara con el tema. Prefirió hacerse un nombre en el estrellato, aprovechando la oportunidad del hueco dejado por otros.
Joseph Cotten, en plena treintena y después del bombazo de Ciudadano Kane, prefirió agarrar la suerte y convertirse en lo que acabó siendo, de la mano de Welles o HitschcockEl cuarto mandamiento, Estambul o La sombra de una duda son prueba de lo conseguido en esos años.
Gene Kelly, que, relativamente joven (y con más razón apto para el servicio) aprovechó para introducirse en esos años como opción a tener en cuenta para el nuevo musical en color.
Sinatra, un verdadero artista, en todos los sentidos. Actor ya en ciernes, aprovechó bien el momento para encumbrarse como cantante ídolo de masas, dándoselas además de comprometido en la política progre al apoyar al final, en 1945, a Roosevelt, inaugurándose de antibelicista, protestón y demócrata. Hay gente que se lo monta bien. Y le sale.
Lo que es la vida. Clift y Sinatra, al final,
 haciendo de soldaditos en De aquí a la eternidad.
Monty Clift, en plena edad de reclutamiento, pero que estaba en todo lo suyo, y evidentemente sin cuerpo él para una cosa así. De nunca, como luego se demostró.
Orson Wells, todo un meteoro joven, y en esa época en pleno ascenso… y caída, dado que, si cuando empezó la guerra era el no va más, antes de terminarse ya estaba en todas las listas negras como veneno para taquillas.
Fred Astaire, que en toda la cúspide y en los años que más se necesitaba de la fiesta, ¿qué iba a hacer él, engancharse y bailar balo las balas?. Venga ya.
Vincent Price, tan imperturbable a la llamada de las armas, que parece más inglés de lo que ya parece, sin serlo, y que siguió haciendo su carrera, escalón tras escalón, como antes y como después. Un maratoniano.
James Cagney. Un auténtico tipo duro a lo suyo, y un caso, por ser un guerrero nato, solo que dirimiendo solo las que él se buscaba, pues no hay guerras como las propias. Su parón durante la guerra no se debió a ninguna herida, sino a sus disputas laborales con la Warner, hasta montar su propia productora con su hermano William, que se fue al garete, para volver, tras la contienda, otra vez con la Warner. Lo que se llama hacerse la picha un lío y pelear por pelear, pero sin ir a la guerra, claro.
Dick Powell, este segunda línea aprovechó para montárselo como Marlowe y otros personajes durante esos años y llegar así a la primera, un tanto vacía.
Fred McMurray, el perfecto alistable (pero que no), con decir que durante el periodo hizo nada menos que 13 pelis, ya está dicho todo.
Joel McCrea, actor querido donde los haya, entre otras cosas por una carrera sin rupturas que tuvo su apogeo precisamente entre los años 30 y 40, en los que se asentó como gran estrella de segundo nivel, versátil y empática.
Robert Mitchum, que ya estaba en el horno y se empezaba a hacer, lo enrolaron al final, a la fuerza, pero como si nada, porque entonces acabó la cosa y fueron como unas vacaciones. Pura potra, porque él no era muy de disciplina y eso.
William Powell, le pilló la cosa algo viejo ya, y fue a lo suyo, haciendo de Hombre delgado, y aprovechando, ponerse así de medio lado, claro, para escaparse de las balas, y de paso sacar algo en claro de todo aquello.
Spencer Tracy, perteneciente al gremio de los que ya habían estado en la Iª, se salvó de la quema para quedar bien, de intocable con pinta de abuelo y otras cosas, además de hacer un puñado de películas que le atornillaron al podio supremo del cine como el más venerable y bondadoso. Un buen trabajo.
Humphrey Bogart, el mismísimo rey de los 40, se lo pudo montar y apoyándose en su posición predominante en esos años, posteriormente más aún, al estar exento de mili por haber participado también en la Iª conflagración, que fue su salvoconducto al sorpasso al olimpo de las buenas leyendas con todas las bendiciones, y lujos como permitirse hacer de  protestatario ilustre, paladín de causas perdidas, ídolo de liberales y gran colega de reprimidos, cuando llegó el tío Macarthy con las rebajas.
Victor Mature en Sansón y Dalila
Victor Mature, el actor del que se dice que tuvo 53 hijos, 5 mujeres, ganó 18 millones y se retiró a los 66 para criar guanacos, tenía 28 cuando empezó la guerra, en la que sirvió en casa, un guardacostas, en la retaguardia, por lo que es citado aquí como un caso especial, anecdótico, ya que su media mili (a saber si con pase per nocta) aún le sirvió para hacer cinco  películas, antes de lanzarse al estrellato. 
Lee J. Cob, otro que tal, pues pese a estar en la fuerza aérea, o bien estaba cerca de los estudios o tenía muchos permisos, dado que rodó al menos seis películas, algunas de propaganda de ese Arma. Pero algo falló en su desdoblamiento artístico y militar, pues fue llamado a declarar en el comité de actividades antiamericanas a la vez que le daban el Oscar, nombrando, por cierto, hasta a 20 compañeros que militaban en el Partido Comunista.
Robert Ryan, otro caso mixto, se inició, con 32 años, como actor al principio de la guerra, trabajándose como personaje batallador (él, que siempre fue o esa fue su postura, un pacifista de pro) en películas propagandísticas, y después de seis de ellas en el 43, para redondear su papel se alistó en los Marines (otros dicen que como animador) durante su última fase, volviendo listo para lucirse lo que quedaba de década. 
Lon Chaney, el actor de las películas de monstruos, que se pasó los años de plomo haciendo sin parar de momia, fantasma y Frankenstein.

Los extranjeros:


El gran von Stroheim, haciendo de eterno enemigo
prusiano, aquel chollo contrapuntístico de la
iconografía bélica americana y después occidental.
En cuanto a la amplísima y variopinta colonia de extranjeros más o menos asimilados (y exentos de mili, al parecer), no se conocen participantes activos en la campaña, actuando todos como grandes apoyos morales, eso sí, mientras aprovechaban la escasez de figuras, claro, para hacer un favor a la cinematografía americana, y al mundo, como el francés Charles Boyer muy a la francesa, el australiano Errol Flynn, que en la cumbre y con otras cosas en la cabeza, y otros miembros, y el frente del Pacífico tan lejos…, o el judío alemán Peter Lorre, prefiriendo, como es natural, a la camarilla mixta de retaguardistas clásicos (Bogart, Curtiz, Rains) que tan buenos dividendos depararía; o el propio Claude Rains, viejo zorro inglés, haciendo su agosto en la citada cuadrilla; el mismo caso, casi, de Ray Milland, otro inglés que, en lo más alto, aprovechó bien el periodo bélico; como Ronald Colman, James Mason, que, impertérrito él, interpretó 14 pelis en esos años; o Boris Karloff, otro viejo británico, que volvió a los escenarios precisamente durante la contienda para recuperar su algidez perdida en los sets. O el mismo Laurence Olivier, en plena conquista de los platós americanos; por no hablar de Gary Grant, raro por tantas cosas (como haberse dado de baja en la Academia, lo que le costó que nunca le dieran un Oscar en vida), pero que, eso sí, apoyaba a su afligida patria, donando sus beneficios del 39 para la milicia. Ya que él no podía, obviamente. Igual que Charles Laughton, que escapó a la sospecha (al menos a esa), al haber servido a la patria ya durante la Primera guerra. Lo cual no le impidió rematar un carrerón por tomar un Olimpo que muchos consideraban abandonado, unos por sus inquilinos, y otros por sus propietarios, pero que, en cualquier caso, fue una guerra dentro de otra guerra. Como suele suceder.

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