jueves, 9 de marzo de 2023

Himnos

 El feminismo, que va camino de ser tan múltiple como las opiniones, o los culos, tiene también muchos himnos. Es lo bueno de poder elegir. Hubo un tiempo en que había que conformarse con, o seguir a las sufragistas, aquellas burguesas aspirantes al mismo estatus que sus esposos, o, todo lo más, hacer de coro de los propios maridos al cantar La Internacional, un hit para nada enrollado ni molón. 

Por eso cuando el feminismo despega de verdad, invadiendo la vida cotidiana, que es cuando las mujeres se empoderan llenando las fábricas en USA con la guerra, manteniendo el país  (y no a partir de la revolución, como quería Clara Zetkin, la propulsora ya en 1911 del Día de la Mujer, eso que muchos creen recién inventado), los himnos no pueden ser nada heroicos, pretenciosos ni pomposos, sino de la calle, o sea de la cultura popular, la subcultura que llaman algunos, incluso underground, que entonces y allí era la música negra, esa mezcla de plegaria espiritual pasada por la piedra de la mala vida del gueto, a medio camino entre la iglesia y la casa de putas, en la que se funden la pena y los sueños, y que es lo nuevo, la vanguardia de la expresión estética que ayuda a identificarse en sentimientos compartidos. 


Algo que, con las modas, y el consumo -ese factor tan maltratado pero tan importante para el feminismo- ha ido cambiando, y a unas les gusta Lady Gaga y a otras Rozalén. Pero si un himno permanece, y con todo su delirio e incluso sinrazón, es Respect, de Aretha Franklin

La causa, además de la trascendencia de esa música en un momento (el de la defensa más radical de los derechos de los negros), está en el descaro y la desfachatez con que se le dio la vuelta a la versión original de Otis Reding, simplonamente machista y patriarcal, con un mensaje feminista, algo condescendiente y maternal, que trata al hombre como un mantenido, y que caló más allá de un ambiente en que era más propio, y que hoy define ese casi supremacismo que empieza a teñir las relaciones. 

Y ahí sigue, en las estanterías de la educación sentimental femenina. Su letra deja mucho que desear. Pero, quién sabe inglés, ni falta que hace.

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