martes, 9 de abril de 2024

Un Quijote para Sanchos (2005)

 

Yo tenía preparada una confesión para el Quinto Centenario del Ingenioso Hidalgo, pero como estoy viendo que lo mismo no llego, la voy a hacer en el cuarto; será menos solemne e impactante, pero así al menos mis detractores transpirarán tranquilos. Me acuso, pues, de que jamás he conseguido leer completo El Quijote. Es más: dudo que lo haga algún día. Ni mi cuerpo ni mi mente están ya para deportes de riesgo. Es más todavía: creo firmemente que no deberían encumbrarse tanto en la escuela ni libro ni autor, ni mucho menos animar a inocentes educandos a aficionárseles. Sinceramente: es como darle papilla de cereales a un mamoncete y la mejor manera de que un neófito abandone para siempre la extraña perversión de la lectura, pues, como recordaba hace poco Delibes, considerado el cervantino superviviente, él se inició por desgracia con ese libro. Y no le ha ido tan mal, dirán algunos. 

Claro está que el maestro demostró ser un depravado total que, superando ese tremendo escollo estigmatizante, ha conseguido páginas de altura no sólo semejante sino actualizadas. Pero seguramente le hubiera ido tan bien, y seguro que mejor a nivel personal, de haber empezado sus pajillas mentales con Stevenson o Salgari, debidamente traducidos y tamizados, que es la sangre con que mejor entra la letra, ya que la traslación hace las veces de excipiente de tu mismo grupo sanguíneo para tragar y asimilar tamaña medicina transfusiva.

Personalmente, mantengo que El Quijote no sólo es muy largo –ahora hay quien dice extenso, como si los libros se midieran en hectáreas– sino lo que es más irremediable: es intraducible. Sé que esto suena a absurdo drama, pero dada la hipócrita devoción con que el libro se venera entre nosotros, cuando mayormente pasamos de él como de un truño, y el que dicho culto seguramente provenga tanto de haber triunfado traducido en el extranjero como de su proselitismo por generaciones como la del 98 y parientes, que es como si fueran extranjeras, corrobora sin embargo mi certidumbre de que, para ser debidamente apropiable, intelectual (o ética) y estéticamente, un libro debe ser adoptado por el canon principal que rige por principio todas esas categorías añadidas. Me refiero al lenguaje. Y ahí está el problema.

Cualquier traducción de un libro a otra lengua se hace de acuerdo a la necesidad de entendimiento del momento. Salvo los ex libris o una traducción lo más “facsímil” posible, la inmensa mayoría de los libros se traducen abiertamente, no a la antigua versión de esa lengua sino a la del día. Todo lo más, y dependiendo de la generosidad del traductor, se les añade ese toque de “autenticidad” morfológica o semántica con aire de búsqueda de raíces, que siempre va por modas, tan propio del método historicista o genético de cada idioma, pero manteniendo siempre esa prioridad de integración lingüística que les es inherente, pues idioma quiere decir eso precisamente, la forma en que se representan las ideas. 

Relevado así de buena parte de sus compromisos para con el original, al que la traducción convierte sencillamente en referente, algo que no puede hacer la lengua madre con un texto propio, la lengua de adopción logra siempre versiones más cercanas al pensamiento y al habla de un tiempo y un lugar (a su vida, en suma), consiguiendo por norma, y más si se trata de obras universales e intemporales, un éxito mayor que entre sus supuestos isoparlantes, y digo supuestos convencido de que la lengua del Quijote y la de ahora no son la misma.

A estas alturas cabe preguntarse por qué esa gran acogida entre extraños y el enorme éxito que al parecer acompañó al libro entre los lectores de su época no se repite hoy en día, porque, dejémoslo claro, El Quijote no es en modo alguno ningún éxito de lectura, por mucho que muchos lo tengan como libro de cabecera, como no sea que lo utilicen para retrepar la almohada o algo así. ¿Puede El Quijote ignorar impunemente la teoría de la relatividad sin someterse a sus leyes? A lo mejor. Pero exponiéndose, como cualquier objeto que ha logrado traspasar la barreras del tiempo, exportándose a otro tiempo-espacio, a convertirse en una especie de agujero negro difuso e indefinido, que sirve para hacer ensayos, conferencias, artículos tránsfugas como éste, y conmemoraciones en las que sirva de regalo unisex utilitario, pues el que regala bien vende, aunque también podría decirse que lo regalado, ni agradecido ni pagado (ni leído en este caso), y ahora se van a regalar a ríos, a pique de que, como con el cojín de los setenta, surja la frase difamatoria y ridiculizante de “a mí también me van a regalar un Quijote”, en vez de encarar definitivamente lo que desde hace un siglo viene pidiendo a gritos, si tanta consideración nos merece.

Sé que es un herejía, pero, qué le vamos a hacer, la pregunta es obligada: ¿Por qué no se intenta de una vez traducir El Quijote? No me estoy refiriendo a realizar la enésima versión reducida, infantil, actualizada o simplona para mastuerzos, ni a cargárselo con una versión rap o en SMS, sino una en que, por fin, sin vulgarizarlo y sin derramas de su esencia, lo haga accesible a la respetable buena gente lectora que no se atreve a hincarle el diente por miedo a no pillar ni giros ni vocablos, ni sintaxis ni sentidos, y que siguen preguntando con esperanza pero con la mosca en la oreja a los que alguna vez nos hemos acercado si realmente “eso” es tan bueno. 

Ya sé que sería un texto desvirtuado. Pero leído. Y no sería la primera vez, pues dudo que lo que circula sea la versión genuina. Y si se hace bien, aun distinto seguiría siendo uno de los mejores libros disponibles. ¿Es que alguien cree todavía que el Dante es el que muestran las versiones recibidas, o que el tarareado Shakespeare, de no jugar con la ventaja de las licencias poéticas y algunas actualizaciones, podrían leerlo ingleses todavía más anglofilizados que nuestros jóvenes? O no tan jóvenes, porque a lo mejor de ese modo, algunos hasta lograríamos terminarlo. Con la cantidad de sesudos que hay por ahí zascandileando de floreros de púlpito en púlpito y de fasto en fasto, ya se podría haber hecho. Lo mismo entonces, no había ni que regalarlo, y hasta lo compraba alguien.

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