jueves, 28 de agosto de 2025

Inclemencia


Es evidente que nuestros yayos no tenían ni pajolera idea de hacer parques. Para empezar, los hacían en las ciudades. Increíble. Y solo para que estuvieran a mano. Pero dónde se ha visto. Con lo prudente que es ponerlos a diez kilómetros. Y luego, la manía de llenarlos de árboles. Alguna tara psicológica, seguro. Con la de hojas, ramas, bichos y molestias que eso produce. Y no uno ni dos; a mogollón. 

Hasta que no lo dejaban todo perdido de árboles, no paraban. Nada de césped. Cuatro matas, rosales, y zumbando. Ni un detalle. Menudo cutrerío. Unos básicos sin imaginación. Con decir que utilizaban especies afines al terreno, está todo dicho. Aunque tardasen treinta años en crecer. 

Claro, no tenían empresas de asesoramiento ni gestión sostenible. Ni casi presupuesto. Pero es que eran tan dejados que no preveían ni que llovería, a veces con viento, ni el granizo, ni los rayos, ni el hielo ni la nieve. Nada. Ellos, a lo suyo. Paisajistas aficionados e ineptos, tan irresponsables y analfabetos que se pasaban por el forro, quizá porque aún no se habían ideado sus aplicaciones para parque, esa cosa llamada ‘inclemencias meteorológicas’, que es cuando el tiempo empeora, o sea, mejora y, por lo visto, hay que cerrarlos. Pues ellos, ni caso. 

Te ponían un parque, y ¡hala!, el que quiera, que entre, y el que no, al casino (pues en las casas aún había más riesgo que fuera). Menos mal que ahora ya tenemos unos gestores de parques de verdad y, a la que la Aemet, nuestro Ogino atmosférico y predictor de alarmas oficial, va y pronostica cambios, ya están cerrándolos, para librarnos del cataclismo de una llovizna, un trueno, cuatro copos o una mala racha (¿cómo la que llevamos con ellos?). 

Bueno, y de la ruina al refrescante tantos años buscado, porque, imagínate que pase alguien a tomarse algo. No lo quiero ni pensar. Y es que, como están todo el día con el móvil, ese gadget que ha generado miles de millones de meteorólogos (y de fotógrafos), están a la que salta para salvarnos la vida. Y sobre todo del parque, esa trampa mortal de nuestros yayos para buscarnos la ruina. Y es que son buenisssmos. Que no nos los merecemos, vaya. 

jueves, 21 de agosto de 2025

Coraje


Dicen de Sánchez que es un resiliente nato, el paradigma a machamartillo del junco que dobla pero no se parte, así caiga tralla con puntas, y se hace un traje con ella para el resabio futuro. La materialización del dicho de Nietzsche, ‘lo que no te mata te hace más fuerte’ -hasta que te mata otra cosa, claro-, y no sé si de su noción del superhombre, dudosa según cómo le crecen los enanos, pero sin llegar a equipo de baloncesto, aunque a la cesta lleguen. 

Pero toda esa milonga no son sino baboserías y relatos típicos del mamoneo de lamevelas y chupalcuzas, mitos y leyendas, charlatanería para generar opinión a favor del poder, y apalancarlo. Y que, a la vista de cómo el pájaro se engarabita él solo al gotelé, le sobran los gaiteros; pues, como Nosferatu pero con traje de Moschino, se sube por las paredes sin perder la raya. 

Y ahí tienes a medio país imitándole; o sea subiéndose también por las paredes, como si hubiese impartido un taller nacional de spidermanismo, pero con él de presa, aunque, en realidad los presos seamos los demás. 

Porque si hay alguien resiliente de verdad, con esa capacidad titánica de aguante, no solo del precio del boquerón, el veranico de los nenes -que tanto odio genera, sin ser delito, hacia los profesores-, el petardeo de compromisos deprimentes, el calor enervante, la caterva de la abuela, las moscas, la cerveza caliente, y otras menudencias, para sufrir luego en las terrazas, en la tele, en el móvil, ya sea haciendo de vientre o en la mesa, y hasta a medio casquete, las entretelas de un politiputeo nacional que es una extremaunción empeñada en llevarnos por la vía rápida del asco y el aburrimiento al otro barrio, ese es cualquier superviviente hasta aquí de este muladar. 

Nosotros sí que somos resilientes, y no ellos. Por soportarlos. El pobre siempre está en tierra ajena, que dijo el clásico, y siempre se está más preparado para lo peor que para lo mejor. Pero sobre todo es que seguimos al dedillo la clave de Chesterton para aguantar acorralados hasta el final, pues el coraje consiste en combinar un intenso deseo de vivir con un extraño desdén por la muerte. Y en eso sí que somos maestros.

miércoles, 13 de agosto de 2025

Ay la Virgen

 

Parece que sea sorprendente que el día más ocioso, festivalero y jaranero del año sea el de la Asunción de María. Sin embargo, resulta de lo más congruente, pues la interfecta fue abducida, se dejó llevar, gratis, como en un tour operator ganado en una rifa, alegre y distendida, como sabiendo que en honor de tal guisa y disposición millones y millones, creyentes en su hijo o en la pella de brócoli como antioxidante, tratarían de disfrutar año tras año en esta fecha de parecida abducción, perfusión, dilución, confusión, y hasta diversión, aunque sea pagando, incluso a plazos, embebidos (y otras cosas) en el cachondeo, pues, si esto es una fiesta es que es 15 de agosto. 

La Virgen jamás podía imaginar, y Cristo, que era todavía más de tardeo, menos, que lo suyo fuese a tener tanta emulación. Hasta el punto de que en el calendario debería rezar (por seguir con el tema), la Virgen del Fiestón, o Santa Fiesta. 

Y es que nos lo hemos currado durante siglos, añadiendo festividades -aunque hasta el XVIII había ciento y pico, no te lo pierdas-, como los cumpleaños a la onomástica, el Halloween, y luego a luego hasta el Día de Acción de Gracias, y con más méritos que los protestantes, que como la semántica no les da para tener una palabra apropiada para algo que no es normal en ellos, han tenido que apropiarse la nuestra, que define urbi et orbi lo que es el desmelene. 

Y hablando de fiestas, y para que no decaiga, hasta Trump y Putin, esos foodies del planeta tragones de países, se reúnen hoy a repartirse el mantecao, como si acabaran de trillar, a revolcarse en la era con quien se tercie, mientras todos sesteamos en la fiesta bien ganada. Es su estilo: aprovecharse de las virtudes ajenas, del dislate como acicate. Tejas, por ejemplo, surgió de una siesta, la de Santa Ana, al que Houston pilló durmiendo la típica mejicana, obligándole a firmar la independencia (¿para seguir durmiendo?). 

Y es que, se nos acusará de improductivos, pero la siesta, esa mini fiesta diaria, esa desconexión conectiva, es de lo más productiva, y por eso se dice que “de grandes siestas están las guarderías llenas”. La f/siesta es nuestra productividad. Y allá ellos con la suya. Eso sí, no sé de nadie que lea algo por estas fechas. Y de eso, de ser también el día más ágrafo del año, nos aprovechamos algunos. Como nadie nos lee…

Letras pa'l cante: bulería

 

Si yo tuviera prisa

 

Si yo tuviera prisa

me subiría a tus labios

y a remolque del tiempo

me embebería de ti

cuestabajo y sin frenos.

Ah, si yo tuviera prisa,

los lagartos, las flores,

lo que al sol se le antoja

engendrar como hijos

en sus siestas mejores.


Oh, si yo tuviera prisa

del vivir, del morir,

de esta alegría

del discurrir de nuestro paso

a tumba abierta,

me bastara tu voz,

sirviéranle de lazos

para enviarte un regalo

en mi penumbra,

para sacarme a flote

en la agonía.

Ah, si yo tuviera prisa

y un malaje de amor

y un medio ensueño,

de la casa de empeños

de tu cuerpo de guardia

viera de refugiarme

dejándole a deber

su refrigerio.

Si yo tuviera prisa

y el mar pillara lejos.

jueves, 7 de agosto de 2025

Molicie


A mí, como ser evolucionado, en las olas de calor ya no me puede la molicie, aquella sensación de galvana extrema, aquel parón metabólico que se te apoderaba al llegar la calor africana. Desde que África ya está aquí -bueno, y Asia, y América, todo el mundo está aquí, por fin-, lo que más me puede es un mal humor cretino. Y no es por el calor; es por la culpa. 

A cada alteración, cada exabrupto, cada desmán térmico, te sale un enterado/a que te monserguea sobre que me despida de “lo normal”, y que ahora la tónica, no será la Sueps, sino el desmadre, el despiporre, la rebelión de la natura, y además, yo tengo la culpa. Quiero decir mi cuota de agresión al planeta. 

Yo, que no es que guarde el plástico, aunque sea de callos a la madrileña, que a los dos días tira p’atrás de pestuzo a pimentón rancio y grasa polinsaturada, el cóctel ibérico cinco estrellas, sino que me lo como (el plástico; de lo otro ya no queda) con tal de preservar el ambiente medio. Yo, que, de puro peatón me gasto más en suelas de goma (y baterías de coche) que en gasolina, razón por la que los ecologistas me acusan de doble crimen (y un primo mío de rata). Yo, que, por mi crianza campestre (o quizá por haber visto 27 veces Chinatown) recojo hasta el agua de lluvia (y no para lavarme, según mi primo). 

Pero ya dicen que no hay suerte para el hombre honrado, y a base de homilías acusicas tocándome la fibra -sí, también la óptica, que por ahí también te trabajan-, he llegado a sentir una culpabilidad patológica. Y más patética que la de Beethoven y Tchaikovsky juntas, pues estoy convencido de que los tomates no me echan por mi culpa, y a media noche me despierto soñando que un sisón se me caga encima -y anda que no cagan los sisones- para castigarme por mi desventurada trayectoria por la Gaia. 

Y descarto que todo sea una estrategia de una nueva iglesia secular que hace del cambio climático el arma arrojadiza de destrucción masiva de la autoestima y el recto obrar de pobres responsables. O eso nos creíamos. ¿Qué habremos hecho, pues? ¿Es que no teníamos bastante con la hipoteca? ¿O con ver la tele? ¿O con la calorina? ¡Oh, Dios, ayúdanos!