martes, 9 de diciembre de 2025

Ficciones y contradicciones: Contribución a la crítica de la ecología política (para un planeta más justo, naturalmente) Post-it 30

 

     Una visita turística

(De la colección Relatos para espantar al miedo. Magacín para la Realización Animal. Descatalogado.)

 

Soy Nila López y hago crónicas. Y he visto muchas veces a los humanos. Pero no olvidaré la cara de Lido, la pequeña pata, cuanto su madre, pensando que la gripe aviar se la llevaba al otro barrio, la acompañó a verlos por vez primera, quizás como un regalo, quién sabe si para escarmentar la enfermedad, a sabiendas de que los humanos tan pronto dan la vida como la quitan.

Al mirar por el agujero que da al viejo establo, su ser quedó anegado por la intensa luz que emana de ese mundo, difuminando su expresión. El resplandor derritió sus contornos, que quedaron esparcidos y desintegrados en el cuenco de partículas de polvo luminoso que el haz construyó a nuestro alrededor. Al otro lado, a las ocas les pulimentaban el gaznate, cebándolas con embudo y manga confitera de rigor, y ahora estoy segura de que la mejoría de Lido se debió a la visión en directo de un acto tan duro para una palmípeda niña, no siendo extraño que se restableciera.

Al ir a arrimarme a ellas en la rendija, la madre me disuadió con un gesto hosco rezagándome al puesto que un palmo atrás las ratas estamos obligadas a guardar en el escalafón respecto al resto de la granja. Para mí, que puedo arrastrarme hasta diversos mundos, la novedad consistía en la cara de Lido. He visto pánicos, pero ninguno de la magnitud del pavor que la penetró infundiendo en ella el amedrento, desflorada sin remedio por el miedo cuando, a caballo de la bolsa de luz que se coló desde el más allá por la endeble grieta de la poterna, la visión del mal esparció su semilla sobre su rostro.

Tras la rendija una mano maciza y lisa se engarfió mecánica a la mandíbula de una oca pintada. La oca, boqueante, trató de desprenderse del cerrojo de la zarpa, suave de repasar las tetas de las vacas, y ahogó un graznido. Violentada, sus ojos se extraviaron y su cuerpo lustroso se izó estirado como una goma. Pareció ir a troncharse. Entonces, jadeante, abrió el pico y sus ojillos de botón, por un momento se fijaron en nuestro mirador implorándonos el aire que le faltaba. Como si pidiera nuestro auxilio. Su asma limitó su aleteo. Mis invitadas también dejaron de respirar, y mamá pata, con fatiga, cayó de espaldas al portón destartalado que nos servía de anfiteatro. A Lido se le encogió el plumón, deslumbrada por la novedad hecha horror, sin parpadear sus ojitos achinados de café, antes tan candorosos, y ahora más estrellados que nunca, incapaz de mezclarse con lo recién descubierto. Su madre, al verla, en un esfuerzo por sacarla del filtro contagioso del mal, la atrajo hacia sí y le acurrucó la cabecita en su pechuga, repicando sus corazoncitos al unísono, quizá tropezados. Y de repente, el escándalo cesó. Pero la quietud aumentó el suplicio, ahora hecho dulce experimento, porque, atraídas por el ancestral vertido cuestabajo del dolor, más inquietas aún por el silencio, de nuevo volvieron a inclinarse sobre el abismo de la grieta, que con la claridad de su  espectáculo volvió a sobrecogerlas.

La oca ya apenas revoloteaba, como un pingajo vertical puesto a secar, jadeante, el pico abierto, sujeta a la vida por el hilo retorcido y delgado entre el pulgar y el índice de la mano de la que pendía, las patas estiradas con un agónico pedaleo rozando el tablón de la mesa, con sofoco. Luego, un embudo se le encajó en su boca, y cuando el frío metal le provocó una arcada, una morterada de un rancho de gacha viscosa llena de verdes grumos, le cayó en el gañote  para rellenar su angustia. Los dedos le escurrieron el cuello y un palo le aligeró el atraganto. Mamá pata hizo un gesto de piedad lacrimógena, yendo a decir algo que no logró articular, reprimida al ver cómo su arrebatada Lido lividecía, tan mimada ella. Luego me miró a mí con compasión, algo a lo que no estoy acostumbrada. Yo me desvíé hacia la luz. Otro cazo de masa verdina estaba ya en la boca de la oca. La mano, sumergida en su traquea para ayudar el trago, y el animal se ahogaba en gorgoritos: tragar para aspirar, cerrar los ojos y engullir, abrir, beberse el aire, otra bocanada, otro tapón, más desespero tras el penúltimo golpe de glotis, la muerte de no llegar a tiempo al aire, ahogarse entre cucharadas, tragar para respirar, respirar para vivir, vivir para comer, comer para dar de comer..., hasta que casi ahorcada, estrangulada cazo a cazo, sus ojillos se cerraron y sus espasmos se perdieron en el sube y baja del palo que abría paso a la inmunda sopa en su garganta.

Inmóvil por exhausta, sus bronquios quedaron en pitos. Y de repente, regurgitó una pota de gacha, que le fue empalada con más ahínco, hasta el buche. Boqueó mortecina y buscó alivio en el recreo del aire. La cara de Lido, aturdida y anestesiada por la desmesura del tormento, era indolente. Pero en sus dos carbunquitos pude ver el negro secreto de la hebra que une lo que es y lo que no, lo que salta por entre las flores y lo que se destina a los hermanos gusanos, el destino inexorable impreso en la calcomanía de esa visión de terror alimentario que la sujetaba tan vieja como su horror y tan perceptible, y aún así tan insondable. Y, volviéndome, señalé con medio gesto a su madre el camino de vuelta, sin poder evitar que la patita, en su atolondramiento, hipnotizada por el mal, viera cómo las manos que en vilo sostenían a la ebria y moribunda oca, la sacudían como un talego de huesos de melocotón para asentar mejor su atracón, por si no estaba bien llena, hasta caer rendida por su fugaz linchamiento por nutrición, sobre el tablón, esclafada torpe de patas a cuello, tendida al fin sobre su dureza macilenta, para rodar embadurnada con los restos del cebo, para, al instante siguiente, erguir su tonta cabecita, dar unos primeros pasitos perdidos, bajar a la mesa a husmear la pastosa bazofia sobrante y, para mayor sorpresa de Lido, empezar a picotearla con verdadero gusto, hasta recibir un tremendo manotazo en el costado, que la tiró de la mesa hasta el suelo, donde se estampó lastimosa entre graznidos, antes de proseguir su marcha tan campante. En ese momento, otra oca colgaba ya de las manos cerudas.

Yo aprovecho entonces para repetir mi señal a la mamá de Lido, que por fin jubila su esfinge, remite un poco su sinfonía de pánico y, recogida en el ala materna, sin despegar el ojo de la siguiente secuencia deja vù, me parece verla respirar con sosiego, a la luz indirecta del vaho del flemón luminoso que se cuela desde allá. Y así, arrebujada  en el cuerpo de la madre, que le exorciza los retales del susto con un refulgir de sus ojos de uva, su turbación la vuelve más apetitosa, como un vellocino de oro incauto.

–No me mires así: no pasa nada –le sonrío y sé que la mía es una sonrisa tétrica aunque jocosa. Le habló todo lo didáctica y parsimoniosa que puedo y la miro complacida a la cara–. Así es como alimentan a las ocas. Mejor dicho, el método tradicional. Ahora las pasan por un falso comedero automático y cuando han metido la cabeza, quedan aprisionadas en un cepo que les obliga a boquear. Entonces se les introduce hasta el esófago el cañón, frío y húmedo de una pistola hidráulica que les dispara una carga de ese amasado verde directo al buche. ¿Puedes imaginar lo que es una descarga de esa bola a toda presión abrasándote el pecho...? Cuando eso aún está caliente, debe de ser como un manto de lava salido del infierno para arrasar tu tráquea y quemarte las entrañas... –me señalo la panza, haciendo un recodo en mi narración, para recrearme con su renovada ansiedad de anfiteatro–… como un brasero insoportable –la mamá se impacienta con enfado–. Yo logré una vez llegar hasta esos comederos... Cuando la pistola de alimento dispara, el cuerpo de la oca en la otra parte del cepo retrocede de golpe por el cañonazo, levanta las patas del suelo, deja caer el cuerpo y le cuesta hacer de nuevo pie. Luego abren la trampilla y las dejan ir, tambaleándose sin rumbo, al chocar con las paredes del túnel, haciendo por vomitar sin éxito la inyección –Lido no sale de su conmoción, apretada contra la madre con crecida angustia infantil-. Cómo será el dolor que, hasta que lo vi, yo creía que las aves no lloraban...

–¡Basta, Nila! –Corta la pata– ¡Estás asustando a Lido! Vámonos hija... Gracias por traernos.

Dice y echa a andar con su paso trapezoide, tan humorístico. Amago una sonrisa de colmado buen pago bajo mi inclinación de reverencia, y al pasar Lido a mi lado, aún prendida del ala de su madre, mientras me escamotea con pudor su mirada, yo le tiendo tersa como una añoranza la promesa de otra aventura:

–Un día os llevaré a ver como castran a los cerdos a cuchillo.

Repongo solícito detrás de su prisa.

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