Una
visita turística
(De la colección Relatos para espantar al miedo. Magacín para la Realización Animal.
Descatalogado.)
Soy Nila López y hago crónicas. Y he visto muchas veces a los humanos. Pero no olvidaré la cara de Lido, la pequeña pata, cuanto su madre, pensando que la gripe aviar se la llevaba al otro barrio, la acompañó a verlos por vez primera, quizás como un regalo, quién sabe si para escarmentar la enfermedad, a sabiendas de que los humanos tan pronto dan la vida como la quitan.
Al mirar por el agujero que da al viejo
establo, su ser quedó anegado por la intensa luz que emana de ese mundo,
difuminando su expresión. El resplandor derritió sus contornos, que quedaron
esparcidos y desintegrados en el cuenco de partículas de polvo luminoso que el
haz construyó a nuestro alrededor. Al otro lado, a las ocas les pulimentaban el
gaznate, cebándolas con embudo y manga confitera de rigor, y ahora estoy segura
de que la mejoría de Lido se debió a la visión en directo de un acto tan duro para
una palmípeda niña, no siendo extraño que se restableciera.
Al ir a arrimarme a ellas en la
rendija, la madre me disuadió con un gesto hosco rezagándome al puesto que un
palmo atrás las ratas estamos obligadas a guardar en el escalafón respecto al
resto de la granja. Para mí, que puedo arrastrarme hasta diversos mundos, la
novedad consistía en la cara de Lido. He visto pánicos, pero ninguno de la
magnitud del pavor que la penetró infundiendo en ella el amedrento, desflorada
sin remedio por el miedo cuando, a caballo de la bolsa de luz que se coló desde
el más allá por la endeble grieta de la poterna, la visión del mal esparció su
semilla sobre su rostro.
Tras la rendija una mano maciza y lisa
se engarfió mecánica a la mandíbula de una oca pintada. La oca, boqueante,
trató de desprenderse del cerrojo de la zarpa, suave de repasar las tetas de
las vacas, y ahogó un graznido. Violentada, sus ojos se extraviaron y su cuerpo
lustroso se izó estirado como una goma. Pareció ir a troncharse. Entonces,
jadeante, abrió el pico y sus ojillos de botón, por un momento se fijaron en
nuestro mirador implorándonos el aire que le faltaba. Como si pidiera nuestro
auxilio. Su asma limitó su aleteo. Mis invitadas también dejaron de respirar, y
mamá pata, con fatiga, cayó de espaldas al portón destartalado que nos servía
de anfiteatro. A Lido se le encogió el plumón, deslumbrada por la novedad hecha
horror, sin parpadear sus ojitos achinados de café, antes tan candorosos, y
ahora más estrellados que nunca, incapaz de mezclarse con lo recién
descubierto. Su madre, al verla, en un esfuerzo por sacarla del filtro
contagioso del mal, la atrajo hacia sí y le acurrucó la cabecita en su pechuga,
repicando sus corazoncitos al unísono, quizá tropezados. Y de repente, el
escándalo cesó. Pero la quietud aumentó el suplicio, ahora hecho dulce
experimento, porque, atraídas por el
ancestral vertido cuestabajo del dolor, más inquietas aún por el silencio, de
nuevo volvieron a inclinarse sobre el abismo de la grieta, que con la claridad
de su espectáculo volvió a
sobrecogerlas.
La oca ya apenas revoloteaba, como un
pingajo vertical puesto a secar, jadeante, el pico abierto, sujeta a la vida
por el hilo retorcido y delgado entre el pulgar y el índice de la mano de la
que pendía, las patas estiradas con un agónico pedaleo rozando el tablón de la
mesa, con sofoco. Luego, un embudo se le encajó en su boca, y cuando el frío
metal le provocó una arcada, una morterada de un rancho de gacha viscosa llena
de verdes grumos, le cayó en el gañote
para rellenar su angustia. Los dedos le escurrieron el cuello y un palo
le aligeró el atraganto. Mamá pata hizo un gesto de piedad lacrimógena, yendo a
decir algo que no logró articular, reprimida al ver cómo su arrebatada Lido
lividecía, tan mimada ella. Luego me miró a mí con compasión, algo a lo que no
estoy acostumbrada. Yo me desvíé hacia la luz. Otro cazo de masa verdina estaba
ya en la boca de la oca. La mano, sumergida en su traquea para ayudar el trago,
y el animal se ahogaba en gorgoritos: tragar para aspirar, cerrar los ojos y
engullir, abrir, beberse el aire, otra bocanada, otro tapón, más desespero tras
el penúltimo golpe de glotis, la muerte de no llegar a tiempo al aire, ahogarse
entre cucharadas, tragar para respirar, respirar para vivir, vivir para comer,
comer para dar de comer..., hasta que casi ahorcada, estrangulada cazo a cazo,
sus ojillos se cerraron y sus espasmos se perdieron en el sube y baja del palo
que abría paso a la inmunda sopa en su garganta.
Inmóvil por exhausta, sus bronquios
quedaron en pitos. Y de repente, regurgitó una pota de gacha, que le fue
empalada con más ahínco, hasta el buche. Boqueó mortecina y buscó alivio en el
recreo del aire. La cara de Lido, aturdida y anestesiada por la desmesura del
tormento, era indolente. Pero en sus dos carbunquitos pude ver el negro secreto
de la hebra que une lo que es y lo que no, lo que salta por entre las flores y
lo que se destina a los hermanos gusanos, el destino inexorable impreso en la
calcomanía de esa visión de terror alimentario que la sujetaba tan vieja como
su horror y tan perceptible, y aún así tan insondable. Y, volviéndome, señalé
con medio gesto a su madre el camino de vuelta, sin poder evitar que la patita,
en su atolondramiento, hipnotizada por el mal, viera cómo las manos que en vilo
sostenían a la ebria y moribunda oca, la sacudían como un talego de huesos de
melocotón para asentar mejor su atracón, por si no estaba bien llena, hasta
caer rendida por su fugaz linchamiento por nutrición, sobre el tablón,
esclafada torpe de patas a cuello, tendida al fin sobre su dureza macilenta,
para rodar embadurnada con los restos del cebo, para, al instante siguiente,
erguir su tonta cabecita, dar unos primeros pasitos perdidos, bajar a la mesa a
husmear la pastosa bazofia sobrante y, para mayor sorpresa de Lido, empezar a
picotearla con verdadero gusto, hasta recibir un tremendo manotazo en el
costado, que la tiró de la mesa hasta el suelo, donde se estampó lastimosa
entre graznidos, antes de proseguir su marcha tan campante. En ese momento,
otra oca colgaba ya de las manos cerudas.
Yo aprovecho entonces para repetir mi
señal a la mamá de Lido, que por fin jubila su esfinge, remite un poco su
sinfonía de pánico y, recogida en el ala materna, sin despegar el ojo de la
siguiente secuencia deja vù, me parece verla respirar con sosiego, a la luz
indirecta del vaho del flemón luminoso que se cuela desde allá. Y así,
arrebujada en el cuerpo de la madre, que
le exorciza los retales del susto con un refulgir de sus ojos de uva, su
turbación la vuelve más apetitosa, como un vellocino de oro incauto.
–No me mires así: no pasa nada –le
sonrío y sé que la mía es una sonrisa tétrica aunque jocosa. Le habló todo lo
didáctica y parsimoniosa que puedo y la miro complacida a la cara–. Así es como
alimentan a las ocas. Mejor dicho, el método tradicional. Ahora las pasan por
un falso comedero automático y cuando han metido la cabeza, quedan aprisionadas
en un cepo que les obliga a boquear. Entonces se les introduce hasta el esófago
el cañón, frío y húmedo de una pistola hidráulica que les dispara una carga de
ese amasado verde directo al buche. ¿Puedes imaginar lo que es una descarga de
esa bola a toda presión abrasándote el pecho...? Cuando eso aún está caliente,
debe de ser como un manto de lava salido del infierno para arrasar tu tráquea y
quemarte las entrañas... –me señalo la panza, haciendo un recodo en mi
narración, para recrearme con su renovada ansiedad de anfiteatro–… como un
brasero insoportable –la mamá se impacienta con enfado–. Yo logré una vez
llegar hasta esos comederos... Cuando la pistola de alimento dispara, el cuerpo
de la oca en la otra parte del cepo retrocede de golpe por el cañonazo, levanta
las patas del suelo, deja caer el cuerpo y le cuesta hacer de nuevo pie. Luego
abren la trampilla y las dejan ir, tambaleándose sin rumbo, al chocar con las
paredes del túnel, haciendo por vomitar sin éxito la inyección –Lido no sale de
su conmoción, apretada contra la madre con crecida angustia infantil-. Cómo
será el dolor que, hasta que lo vi, yo creía que las aves no lloraban...
–¡Basta, Nila! –Corta la pata– ¡Estás
asustando a Lido! Vámonos hija... Gracias por traernos.
Dice y echa a andar con su paso
trapezoide, tan humorístico. Amago una sonrisa de colmado buen pago bajo mi
inclinación de reverencia, y al pasar Lido a mi lado, aún prendida del ala de
su madre, mientras me escamotea con pudor su mirada, yo le tiendo tersa como
una añoranza la promesa de otra aventura:
–Un día os llevaré a ver como castran a
los cerdos a cuchillo.
Repongo solícito detrás de su prisa.
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