En
los sesenta del pasado siglo el color empezaba a pintar el mundo, con el cine,
la publicidad, las revistas, el neón, la decoración. La gente, guiada por
el consumismo, empezó a colorear con
objetos el viejo ambiente, y los jóvenes más rompedores empezaron a vestirse
con cruatricromías. Algo insólito.
En España, la demora de este proceso, unida a la propia inercia de un acontecer aún teñido de gris (el gran semanal ilustrativo patrio se llama “Blanco y Negro”, en plan autoensalzatorio), pero menos que lo dictado por el tópico y el complejo de inferioridad que llevaría a percibir esa época como sombría y oscura, hacen que esa última gran batalla de la modernidad, o penúltima (si hay que ser beneméritos con los más optimistas), se dé con retraso. Pero todo llegará.
El
proceso de technicolorización, o colonización cromática, tiene en lo hippy un
gran divulgador mediático, que con su ambigüedad ideológica supone una novedad
atractiva, que va a ser contestada por otra supuestamente contraria, cual es la
sesentayochista, que propone otra estética de lo cotidiano menos colorista. Las
dos se pelearán toda la década siguiente, sobre todo en Europa, hasta ser casadas por la iglesia de la
moda, que las reabsorbe integrándolas en el gran ropero mundano del consumo.
Los hippies aportan el desparrame de lo nuevo, y el 68 la herencia
“inalienable” de lo viejo. Más mitos.
![]() |
Máquina de música de los sesenta |
¿Cómo integrarla, pues, en él? Por el arte.
De hecho, el siglo XX tenía ya
precedentes. Pero estamos hablando de las señas de identidad de clase. Y ni una
podía asumir los signos de la otra tal cuales, ni la otra dejarse alienar como
si nada. Hacía falta una casamentera, y esa sería la tecnología.
La
integración (también ideológica) requerida ya había dado resultados en el color
mismo. En los sesenta, el color con que se veía el mundo era el del prisma
impuesto por la industria cultural, en especial el cine, que ya había modulado
el sentido visual y cromático popular, integrando el technicolor de finales de
los 30 (la litografía en movimiento, muy útil para captar esa época, o para
tergiversarla), con el más psicológico y conceptual de los 50-60 del
eastmancolor.
El
paradigma de asimilación de la vestimenta popular será precisamente el de la
implantación del technicolor, que es el que marca el principio de todo el proceso, pero en el cine.
Para
asimilar y hacer propio algo ajeno a la propia distinción de clase como es la
moda, es preciso desarraigarlo de su contexto, despojarlo de sus elementos y
recomponerlo para su integración en otro ámbito. Y es lo que se hace con el vestuario popular:
desnudar a las clases trabajadoras para vestir a la nueva masa mixta de la
sociedad interclasista. Lo que se dice desvestir un santo para vestir otro, sin
importar (o quizá para) dejar sus vergüenzas al aire, en una última (o
penúltima) humillación –aunque se la quiera investir de dignidad– a los ojos de
todos, guiados por los modistos de siempre, los que, a la mínima, te dejan en
pelota.
![]() |
Moda de los setenta |
Con
estilografía figurativa, Novecento
presenta en un formato pasarela la derrota recién sufrida bien sublimada en un
pueblo triunfante impregnado de formas, texturas y pigmentos lisos, neutros y
oscuros. Un operativo en el que el color es clave, y no por casualidad, en un
mundo que ya es percibido e incluso construido a partir de él, en el que es Dios,
y el cine su profeta.
De
hecho, además de la historia del que son extrapolados, el imaginario y la
iconografía de la tipología popular que circula por la cultura de masas los genera el cine en color, al revelarse desde sus inicios más
capaz que el ByN, no de recrear los figurines, descripciones o fotografias,
sino de reinventarlos, literalmente, según sus propias necesidades como
negocio, para representar a las clases populares con una mirada que las desvirtúa,
pero que es a partir de la cual serán percibidas.
![]() |
Imagen del mayo francés |
Es
más; lo natural, lo normal, lo real, era una amenaza, por anti cinematográfico.
El espectador, ante una novedad tan explosiva como el color, podía quedarse clavado en ella y su magia, y no en la historia contada, impidiendo
así la emoción, la empatía, todo eso. Y al verlo como algo peligroso para el
negocio se decidió usarlo limitado, con un contraste muy medido y con un nivel
de saturación homogéneo, para evitar en lo posible el delirio de su brillantez
y que no chocase, suavizando su dosificación al público, como al niño que antes
de la papilla de cereales le dan los potitos. Y ello, de forma metódica.
![]() |
Fritz Lang, cuyo uso del blanco y negro sólo es equiparable al que hizo del primer color |
El
desarrollo de este modelo de representación lo facilitan géneros como el western y afines, que se convierten en
el gran filón de formalización visual de las clases menesterosas (que, según
Hollywood, en USA parecen todas salidas del campo). De esta manera el atrezo
suplanta a lo cotidiano, lo recrea y lo legitima como verdadero. Y su
percepción queda arraigada, no en la historia sino en el patio de butacas. Así
se construirán en adelante los hitos de la tradición cultural del público, con
una tradición de nuevo cuño: la cinematográfica, desde Encubridora a Raíces
profundas, desde el Lang más coloreado hasta la italiana Érase una vez en América, hasta que otras tecnologías y lenguajes
permitan otra narrativa. Aunque “el mal” ya estará hecho.
De
modo que, cuando Novecento llega a
las pantallas en 1976, más que actualizar una tradición o genética histórica,
lo que hace es seguir una tradición casi recién nacida, la cinematográfica, que para
sus necesidades y beneficio, ha acuñado toda una iconografía popular, que cobra
carácter de corpus visual al ser continuada más o menos deslabonadamente y en el que todo el cine acaba abrevando, como buen banco de préstamos y arriendos
transversal que ya es.
![]() |
La película de Tarantino no deja de ser un homenaje al color litográfico que en los tebeos es el equivalente al del mundo visto en techicolor. |
Sin
llegar a tal falta de complejos, esa redundancia estética, aunque a la manera
meloépica de Lo que el viento se llevó,
con el mismo color contando la historia, es la forma en que Novecento lleva a cabo su acrisolado postmoderno del formato proletario modernista, que se esfuma al ser glamurizado para su expropiación por la moda como nueva línea ahora ya nada extraña y ponible por todos, y de cuya mirada pasa a depender para su percepción,
uso social, y tratamiento. Lo cual, si rebaja a la obra misma a simple envoltura retro sin llegar ni a
panfleto, también la refrenda como ejemplo sublime de esa competencia que el cine como arte tiene desde su inicio de extender actas de defunción con la generación de cultura que suscita y que consiste en fagocitar la existente para desvirtuada y retroalimentarla, retroalimentándose a sí mismo. Y que confirma una vez más que en esta vida, todo
es cine y nada más que cine.
No hay comentarios:
Publicar un comentario