sábado, 25 de mayo de 2013

Cinematontunas: Colores planos


En los sesenta del pasado siglo el color empezaba a pintar el mundo, con el cine, la publicidad, las revistas, el neón, la decoración. La gente, guiada por el consumismo, empezó a colorear con objetos el viejo ambiente, y los jóvenes más rompedores empezaron a vestirse con cruatricromías. Algo insólito.


En España, la demora de este proceso, unida a la propia inercia de un acontecer aún teñido de gris (el gran semanal ilustrativo patrio se llama “Blanco y Negro”, en plan autoensalzatorio), pero menos que lo dictado por el tópico y el complejo de inferioridad que llevaría a percibir esa época como sombría y oscura, hacen que esa última gran batalla de la modernidad, o penúltima (si hay que ser beneméritos con los más optimistas), se dé con retraso. Pero todo llegará.
El proceso de technicolorización, o colonización cromática, tiene en lo hippy un gran divulgador mediático, que con su ambigüedad ideológica supone una novedad atractiva, que va a ser contestada por otra supuestamente contraria, cual es la sesentayochista, que propone otra estética de lo cotidiano menos colorista. Las dos se pelearán toda la década siguiente, sobre todo en Europa, hasta ser casadas por la iglesia de la moda, que las reabsorbe integrándolas en el gran ropero mundano del consumo. Los hippies aportan el desparrame de lo nuevo, y el 68 la herencia “inalienable” de lo viejo. Más mitos.
Máquina de música de los sesenta
En realidad, lo único a integrar es la moda desarrapada del 68. La floritura hippy no hace falta, al ser una salida de tono en pleno capitalismo ubérrimo, un sarpullido, pero propio al fin y al cabo de la moda. La otra en cambio, es la vestimenta genuina proletaria y campesina, un ser extraño a la moda como manifestación por excelencia del refinamiento burgués. 
¿Cómo integrarla, pues, en él? Por el arte. 
De hecho, el siglo XX tenía ya precedentes. Pero estamos hablando de las señas de identidad de clase. Y ni una podía asumir los signos de la otra tal cuales, ni la otra dejarse alienar como si nada. Hacía falta una casamentera, y esa sería la tecnología.
La integración (también ideológica) requerida ya había dado resultados en el color mismo. En los sesenta, el color con que se veía el mundo era el del prisma impuesto por la industria cultural, en especial el cine, que ya había modulado el sentido visual y cromático popular, integrando el technicolor de finales de los 30 (la litografía en movimiento, muy útil para captar esa época, o para tergiversarla), con el más psicológico y conceptual de los 50-60 del eastmancolor.
El paradigma de asimilación de la vestimenta popular será precisamente el de la implantación del technicolor, que es el que marca el principio de todo el proceso, pero en el cine. 
Para asimilar y hacer propio algo ajeno a la propia distinción de clase como es la moda, es preciso desarraigarlo de su contexto, despojarlo de sus elementos y recomponerlo para su integración en otro ámbito. Y es lo que se hace con el vestuario popular: desnudar a las clases trabajadoras para vestir a la nueva masa mixta de la sociedad interclasista. Lo que se dice desvestir un santo para vestir otro, sin importar (o quizá para) dejar sus vergüenzas al aire, en una última (o penúltima) humillación –aunque se la quiera investir de dignidad– a los ojos de todos, guiados por los modistos de siempre, los que, a la mínima, te dejan en pelota.
Moda de los setenta
La operación, en plena desaparición del campesinado y en el inicio del desmantelamiento de la revolución industrial, no resultó tan difícil. Otra cosa iba a ser hacer de lo gastado, feo y hasta raído la (re)presentación visual de la nueva humanité, e integrarlo en la moda, la mirada burguesa por excelencia. Le faltaba glamur. Pero para eso estaba la industria cultural. En especial, el cine. Y mejor, cuanto más fuera adjuntado ese glamur desde un punto de vista, ideológico y artístico progresista. Que es lo que iba a hacer de Novecento la película canónica del nuevo mito visual naciente.
Con estilografía figurativa, Novecento presenta en un formato pasarela la derrota recién sufrida bien sublimada en un pueblo triunfante impregnado de formas, texturas y pigmentos lisos, neutros y oscuros. Un operativo en el que el color es clave, y no por casualidad, en un mundo que ya es percibido e incluso construido a partir de él, en el que es Dios, y el cine su profeta.
De hecho, además de la historia del que son extrapolados, el imaginario y la iconografía de la tipología popular que circula por la cultura de masas los genera el cine en color, al revelarse desde sus inicios más capaz que el ByN, no de recrear los figurines, descripciones o fotografias, sino de reinventarlos, literalmente, según sus propias necesidades como negocio, para representar a las clases populares con una mirada que las desvirtúa, pero que es a partir de la cual serán percibidas.
Imagen del mayo francés
W.H. Greene, el cámara de El camino del pino solitario, el primer éxito en color de Hollywood, declaró que hubo que desechar las camisas de los propios habitantes de las montañas donde se filmó en 1936, por temor a que fueran consideradas un artificio superfluo para añadir color; resultando más “naturales” las del diseño de producción. O sea, las inventadas.
Es más; lo natural, lo normal, lo real, era una amenaza, por anti cinematográfico. El espectador, ante una novedad tan explosiva como el color, podía quedarse clavado en ella y su magia, y no en la historia contada, impidiendo así la emoción, la empatía, todo eso. Y al verlo como algo peligroso para el negocio se decidió usarlo limitado, con un contraste muy medido y con un nivel de saturación homogéneo, para evitar en lo posible el delirio de su brillantez y que no chocase, suavizando su dosificación al público, como al niño que antes de la papilla de cereales le dan los potitos. Y ello, de forma metódica.
Fritz Lang, cuyo uso del blanco y negro sólo es
equiparable al que hizo del primer color
Después del guión, lo siguiente era un exhaustivo plan del color. Monigotes, atrezo y demás elementos formales debían caracterizarse en función del color, localizaciones y sets incluidos, y en especial el vestuario, empezando por las actrices, cuyos modelos, tocados y peinados, marcaban el del resto y, al trasladarse a la publicidad de las revistas, trascendían al gusto (y conciencia) popular. Es el llamado ‘soporte de color del relato’, que por exigencias de la tecnología no podía ser llamativo sino estar repleto de pardos, marrones, grises, azulmarinos y verdeoscuros en franelas, texturas lisas o panas mates en general. Que es el tono en el que se expone la tipología popular, cuyo paradigma es el mítico siglo XIX y principios del XX, época de la gloriosa génesis nacional cuya épica es plasmada a partir de su icono principal que es el héroe individual surgido de ese conjunto popular amalgamado con el paisaje, que es justamente la impresión que traslada el diseño de producción ideado.
El desarrollo de este modelo de representación lo facilitan géneros como el western y afines, que se convierten en el gran filón de formalización visual de las clases menesterosas (que, según Hollywood, en USA parecen todas salidas del campo). De esta manera el atrezo suplanta a lo cotidiano, lo recrea y lo legitima como verdadero. Y su percepción queda arraigada, no en la historia sino en el patio de butacas. Así se construirán en adelante los hitos de la tradición cultural del público, con una tradición de nuevo cuño: la cinematográfica, desde Encubridora a Raíces profundas, desde el Lang más coloreado hasta la italiana Érase una vez en América, hasta que otras tecnologías y lenguajes permitan otra narrativa. Aunque “el mal” ya estará hecho.
De modo que, cuando Novecento llega a las pantallas en 1976, más que actualizar una tradición o genética histórica, lo que hace es seguir una tradición casi recién nacida, la cinematográfica, que para sus necesidades y beneficio, ha acuñado toda una iconografía popular, que cobra carácter de corpus visual al ser continuada más o menos deslabonadamente y en el que todo el cine acaba abrevando, como buen banco de préstamos y arriendos transversal que ya es.
La película de Tarantino no deja de ser un homenaje al color litográfico que en los tebeos es el equivalente al del mundo visto en techicolor.
Lo comprobamos en El bueno, el feo y el malo (1966), donde vemos escenas propias de El gatopardo (1963); o en la misma Érase una vez en América (1984) otras descaradas de El padrino II (1974); en La puerta del cielo (1980) podemos ver Novecento, y en ésta a veces Hasta que llegó su hora (1968) –no en vano Bertolucci fue uno de sus guionistas–, y a todos en Tornatore, cuya obra es un modelo de caracterización mimética. O al de Palma de Los intocables (1987), ese raro homenaje a dos cines tan difícilmente casables, si no es con el más completo eclecticismo (ya se sabe que en el cine nada es imposible), como son el de gángteres de los treinta y la estética cinematográfica de los cincuenta, con vestuario por cierto diseñado por Armani.
Sin llegar a tal falta de complejos, esa redundancia estética, aunque a la manera meloépica de Lo que el viento se llevó, con el mismo color contando la historia, es la forma en que Novecento lleva a cabo su acrisolado postmoderno del formato proletario modernista, que se esfuma al ser glamurizado para su expropiación por la moda como nueva línea ahora ya nada extraña y ponible por todos, y de cuya mirada pasa a depender para su percepción, uso social, y tratamiento. Lo cual, si rebaja a la obra misma a simple envoltura retro sin llegar ni a panfleto, también la refrenda como ejemplo sublime de esa competencia que el cine como arte tiene desde su inicio de extender actas de defunción con la generación de cultura que suscita y que consiste en  fagocitar la existente para desvirtuada y retroalimentarla, retroalimentándose a sí mismo. Y que confirma una vez más que en esta vida, todo es cine y nada más que cine.

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