martes, 21 de octubre de 2014

Aibá, mi abuela


La esperanza de vida depende de las glándulas. De las salivares en eso que se ha dado en llamar tercer mundo y que no siempre está en el quintopijo, y de otras más diversas en este solar requisado y edificado del planeta con comercial, oficinas y planta noble.
Producto de esta civilización vertical, la glándula es un ser que cura la inmortalidad de su indecencia, algo así como el verdugo de los delirios de grandeza con que el mundo impío desarrollista engrasa sus cuchillas. De pronto, te enteras de que la hipófisis, las mamarias o el tiroides se han instalado más allá de una cohabitación conveniente y te tienes que echar por otra acera, cuando no sea por la del medio.
Gracias a esta bendita plaga, los inquilinos de los áticos de la felicidad que es el paralelo treinta  y pico, y que viven más allá de sus posibilidades también en la salud, respetan un ciclo de vida que no supone blasfemia para la Providencia y, finalmente, se portan y la diñan. Aunque no con la igualitaria  frecuencia y homogeneidad razonable e incluso deseable que sería en democracia, y esto porque las glándulas también son selectivas y, decantadas hacia el género femenino como están, se ceban en lo macho, querenciosas como un amor de mediodía, en especial en su más preciada y sexual próstata, toda una glándula fin de carrera que, a cierta edad, fábrica viudas a velocidad de crucero, tomándole el relevo al desamor como separador nato del sagrado vínculo.
Hoy día un asesino debe sonreir para ser creíble. Y no sé de qué modo ha llegado a implantarse esta versión irónica de la muerte, pero sí está claro que el gran mérito de Occidente es su apremio creciente a no matar a la persona de cualquier forma; es decir, básicamente se trata de que homicida y víctima lo tomen de buena gana y que el hecho de quitar la vida transcurra por unos cauces de lo más aceptables.
A este respecto, la próstata y otras congéneres son reglamentarias. Lo cual, y si Estadística no miente, colabora lo suyo a hacer de este hemisferio una abuelacracia. Y morir puede ser hasta peligroso, algo deleznable, considerando que hasta aquí sólo era mortal, pues ahora, además, las abuelas y no los nietos, cuyos gusanitos dependen de su generosidad, heredarán la tierra, ya que el cielo ya lo tenían, y los demás, a la fosa común de una esperanza de vida cicatera. Lo cual precisará de unas adaptaciones sociales que cambiarán el mundo en unos decenios, hasta que ellas empiecen a engrosar las listas de “muertas en acto de servicio al alcohol y el tabaco”.
Y la cosa va a más. Dentro de equis, digamos diez años, por obra del progreso, habrá tal superproducción de abuelas que estaremos al borde del crack, porque este sujeto, lejos de ser pasivo, como le llaman eufemisticamente, es de los más activo y se apaña con una dentadura postiza y un relicario, y ha hecho subir el paro, aumentar la televisión basura y bajar a base de ahorro los tipos bancarios, fiel como es a su antiimperialismo intrínseco y de los más fieles colaboradores de cualquier política de estado de cualquier gobierno, ayudadas por su imposibilidad -por ahora- de quedarse en idem. Y  no será por ganas, o por no estar apañadas, que menean tanto el fandango que no le pidas a ninguna que te prepare una chanfaina, y eso que todos los grandes chefs -¿ustedes se han fijado que todos tuvieron una abuela?- dicen que sus secretos los aprendieron de la suya. Te cae una abuela así y te faltan iglesias para dar gracias, conforme está la vida.
Y es que las abuelas ya no son lo que eran, habiendo pasado de transmisoras de todo tipo de herencias a quedárselas, en vista del cementerio de afectos en que los alrededores de su reino -una cada vez más impenetrable breña de sentimientos-, se han convertido y de los cuales algo tendrían también que decir. Aunque me temo que se llevarán la receta de cierto desasosiego y vacío familiar por su papel más que de pinche en esta historia. Y no podremos enterarnos jamás de cómo crearon este mundo que nos realquilan entre viaje y viaje a  Archena o Benidorm, ni cómo engañaron al creador para que las hiciera sólo de una costilla, sin incluirles próstata, testosterona ni otras cosas de arrastrar y no a su semejanza. 
Si bien ya estoy empezando a dudar esto último, y aún va a resultar que lo del sexto día es otra historia tan falseada y parcial como el famoso recetario de la abuela, y no me extrañaría que el mismo Dios fuera una de ellas disfrazado de triángulo, que es lo que más les tira, a juzgar por los resultados. Y qué bonito sería, pues así todos, al fin, tendríamos abuela.

No hay comentarios:

Publicar un comentario