Para explicarlo, siempre se recurre a
una obviedad: la secularización social. Nunca se habla de la secularización
individual, que, sin abandonar el clásico de tomar a la persona como la medida
de todas las cosas, ahora se ciñe exclusivamente a la parte corporal como lo
único sagrado, y a condición de que esté viva. De suerte que lo muerto –o
espiritual, que es lo mismo, por irrelevante– nada tiene de sacro, y en consecuencia
nada hay que celebrar que no sea por lo suntuario, como celebración de la
propia vida, material, actual y espléndida.
Esto, que
no es bueno ni malo, sino todo lo contrario, incide, por ejemplo, en la
donación de órganos, en cuya tabla vamos a la cabeza, lo que es alardeado como
gran triunfo en tiempo record de las nuevas políticas de lo correcto y lo
moderno, por sobre países más cultos, más secularizados y más laicos por
protestantes, sin pensar que eso es lo que ha desarrollado en ellos una individualización
más acentuada, introspectiva y cerrada, con una mayor conciencia sacralizante
del cuerpo que les impide avanzar en ese aspecto.
Vamos, que lo de ser una
potencia donamondongos es por ir atrasados respecto al entorno. Pero todo se
andará.
En cuanto
a los cementerios, la última esperanza son los inmigrantes. Por lo mucho que
cuesta repatriar un cadáver.
Si por un momento dejáramos de lado la veleidad de pensar ser el
ombligo del mundo, y nos fijáramos aunque sólo fuese en la decrépita epidermis
con fisuras y alguna que otra fístula de nuestro modo de vida por la que se
cuelan otros pobres foráneos, podríamos aprecir la paradoja de ser precisamente
ahora, cuanto más nos convertimos en una hoja carcomida y permeable al aire
lacerante pero a la larga fresco de otras gentes que a buen seguro serán los
santos óleos de nuestro raido abolengo, cuando quizá más necesitemos de un
mejor manual de perfecta moribundia para lo que nos espera. Pues es para
nuestra desaparición para lo que estamos menos preparados.
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La muerte en patera, uno de los ejemplos del anti manual del buen morir vigente. |
Pero aún hay más: todavía lo estamos menos para tutelar la de aquellos
que, por circunstancias de la vida, vienen aquí a perderla. A morir como precio del vivir. Sea en el
camino, en la valla o en la patera, esas muertes salobres en los osarios de
agua o arena repletos de Carontes; o ya, pie a tierra, la que les espera, como
a todos, una vez que se instalen en este lienzo carcomido que les verá (y les
ve) irse cada vez más a la otra orilla, algo que pasa de una forma oscura,
fantasmal e ignota, pues si apenas nos interesamos ya sobre nuestra propia vía
de extención, (y aparte de la curiosidad de a dónde van a parar los chinos
cuando mueren) mucho menos nos preocupa en qué sepulcro yacerá un rumano, o del
sudario que envolverá a un subsahariano, o si será este solar el regazo
hospitalario definitivo a compartir, o serán otros.
Raro es el municipio que ha previsto siquiera un trozo de suelo
para que yazcan en él los restos de los muchos que ya quedan varados en esta
tierra de provisión tan falsa como todas. Lo que ratifica una vez más que si
esta gente no tiene ahora donde caerse vivos, en el futuro, cuando volver no
sea para ellos ni un miserable tango utópico, ni siquiera tendrán literalmente
donde caerse muertos. Y hay que considerar que
la muerte es, a pesar de todos sus requilorios religiosos y por encima
de todo algo civil, quizá lo más, una serie de actos tópicos significativos de
cada sociedad, que es, entre otras cosas, por lo que incluso en las comunidades
multiétnicas mejor avenidas los cementerios suelen estar separados.
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¿Es esa escena de El planeta de los simios con todos los humanos haciendo títeres tratando desalir de la jaula? Pues no: es la valla de Melilla. |
Todo lo cual rige para toda esa forastería distinta en religión y
en otras cosas, que vienen a vendimiar y al chapuceo, a vivir y a morir. Y aquí da la casualidad que, con la democracia han desaparecido los
cementerios discriminatorios para con los no enterrados bajo el ritual
mayoritario católico, de lo que resulta que esta gente que ha de morir mañana,
o incluso ayer, no dispondrá de un sitio donde ser enterrados, salvo en el
general, que desvirtúa su sentido cultural de la muerte, que no olvidemos es el
de la vida. Lo cual sería sin duda una integración irónica por lo
desintegradora, e impropia por lo forzada. O, dicho de otro modo, no podrán
integrarse en esta sociedad ni muertos.
Teniendo en cuenta que en esta tierra de perfecta moribundia es
donde falta precisamente un decálogo del buen morir y manuales para transitar
por sus finales en los que ya nadie grita que se besen, siendo el beso de la
muerte el peor de tornillo posible, cuando las avisaderas de la doña emprendan
su toletole hasta estos nuevos avecindados en estos muros de la patria nuestra,
serán en ella definitivamente apátridas,
pues no serán ya ni de allí ni de aquí, siendo lo más seguro que, desconectados
de las formas del morir de sus ancestros, tampoco se les permita irse
dignamente y en base a su pensar, de este puto valle rellano de la nada.
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¿Fosa común o futuros cementerios? |
Lo mismo que nos sucede ya a los autóctonos, obligados a moribundear sin sentido
ni salidas dignas a ese final. Sólo que nosotros nos lo hemos guisado, y para ellos será otra imposición.
Todo esto será, a no mucho tardar, y será en lo poco en que esos extras de toda esta película
llamada mundo que vengan de otros lugares a ganarse la vida y la mortaja queden equiparados con los aborígenes. No
saben lo que les espera, los pobres. O por pobres.
¿Se abrirán pabellones de otros credos, cuando no nuevos
cementerios que hagan reverdecer el culto a la muerte como un rebrote de
jazmines vespertinos? Lo veremos en cuanto los venidos reúnan los requisitos de la vejez y
la muerte para hacer de la tierra que pisan su propio camposanto, porque todo
lo que es bueno para vivir es inmejorable para morir. Quizá entonces, muchos no duden ya en llamarles compatriotas. Porque uno podrá ser de donde nace, y más de
donde pace, pero no menos de donde yace, pues la muerte es el único carné de
identidad conseguido por méritos propios. Y entonces, nuestra civilización
habrá cambiado, pero una cosa no: que todos los campos son santos gracias a
quien los abona.
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