Hace muchos años, aunque lo
de muchos sea un decir, nos pilongueábamos enfurruñados del lenguaje empleado
en los doblajes de la tele. Aquel mundo miserable aspirante al progreso acababa
de vestir el chospe con el aparato y todos los ciernepedos que habitábamos el
universo de brasero de picón pensábamos que el idioma portorriqueño no era el
nuestro, o lo era menos que el de muchos allegados cenutrios que aún seguían
diciendo celómeno.
Todo un fenómeno. Y no sólo eso: el ‘spanglis’ de salsa creativa y recreativa tan sabrosona con que nos obsequiaban era poco menos que anatema.
Todo un fenómeno. Y no sólo eso: el ‘spanglis’ de salsa creativa y recreativa tan sabrosona con que nos obsequiaban era poco menos que anatema.
Pero en realidad, lo que
aquella gente trataba de hacer era adaptar lo mejor posible el lenguaje
televisivo a una lengua más allá del habla formal, o sea a la lengua real. Sólo
que nos chocaba tanto que no la creíamos nuestra, quizás de olvidada que la
teníamos, pues en nuestra modernidad de nevera –que aún no frigorífico– éramos
como el que prospera y arrumba a la vieja familia, no reconociéndola a vuelta
de tiempo. Lo contrario precisamente de lo que ahora sucede, que al adaptar
los telefilmes aquí mismo, no tenemos rubor alguno de adoptar, por ejemplo, el
leísmo como norma general de las empresas madrileñas de doblaje. Una
norma cortesana que, bien medrada en el complejo de paletos y escasa
ilustración que es la audiencia de medio pelo lingüístico, no es considerada
una mala influencia, como entonces, porque ¡es lo nuestro! (¡).
Así, lo (mal) reelaborado desde dentro, desde lo que creemos nuestra aníma más moderna –aunque no sean más
que pobres, malas o falsas adquisiciones–, no introduce sino lo más viperino en
nuestra lengua. Y de su mano, o boca, y por vía juvenil, haciéndonos lenguas,
decimos ya ‘tener una relación’, así, en singular, en vez de lo que siempre fue
tener relaciones. Claro que antes, raramente alguien tenía una
relación, como no fuera en una casa de lenocinio.
Lo que quiero decir es que
las relaciones, incluso con una persona determinada, siempre han sido plurales,
y a menudo embarulladas con otras que dan forma a un mundo, que ahora es más
promiscuo.
Evidentemente, la cosa va
más allá de la moda de hablar a la americana, que en inglés tienen su relation para referirlo. Una
típica translación gandula, como sucede con otras palabras de esa raíz, como relatives, aquí parentela, y que tantas
veces se traduce por relativos a; o, para un mejor decir, relacionados. Y
aunque no les falte razón a los adaptadores, pues aquí esos familiares podrían
denominarse así, relativos o de complemento directo, que no deja de ser trastocante.
Pero claro, si este tipo de
‘relaciones’ se anda imponiendo, igual es porque la idiosincrasia y el ambiente le
son favorables. Es decir, que esta forma de hablar cuadra más al usuario con el
concepto que quiere expresar en un ámbito determinado. Así, parece más propio
llamar ‘relación’ a las relaciones que tienden a ser obligatoriamente
esporádicas en un mundo más dominado por la sensación y lo efímero, y donde la forma de vida impone un modo
secuencial a la forma de mantener esas relaciones de todo tipo, una detrás de
otra, sin amontonarse, sin mezclas, higiénicas, y con la garantía propia de un manipulador
de alimentos, si es preciso, que luego las manos van al pan.
Con lo cual, pues estará
muy mal dicho pero es evidente que se sabe lo que se dice. Lo que nos devuelve
a la vieja polémica de quién tiene más fuerza, si la Real Academia o la tele,
esas dos Españas. Aunque, la verdad, cuando los zánganos dicen eso de “mantengo
una relación con fulano/a”, particularmente considero que o dura y dura y dura…,
o no sé cómo se conforman con una. Si lo bueno que tiene esto es que sean a
pares, como los donuts. Perdón; rosquillas.
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