lunes, 24 de noviembre de 2014

TOCATA Y FUGA DEL PADRE

Cuando los estudiosos del neomatriarcalismo electrodoméstico a punto estaban ya de incorporar a sus diccionarios mascagachas como sinónimo de padre, un hombre aseguró tener marsupia. Con un par.
Y enseguida los tendentes a la brocardia la empentaron a latinajos con el desideratum, liando tal pandemonium que en medio del symposium acabaron pasándoselo por el forum, lanzando además el ultimatum de pedirle la oreja, la suya, por fulero. 
Pero el julai, inexperto en felaciones públicas, resitiéndose a la moción siguió jurando por la Majari que él tenía marsupia, aunque no de siempre, eso sí; que le había sobrevenido, empezándosela a notar el día en que lo mandaron a por potitos, que mira que bien se los come el nene, pero que sean de fresa, que los de plátano no le molan y no vaya a darle una cagueta que se nos vaya.
Al principio pensó que le estaba saliendo el flotador de la treintena. Bueno, lo primero primero fue abuchararse. Y en vez de petisuises le compró al chaval una milhoja, lo cual le acarreó la polca típica de quien, al año de parir, aún no ha podido ahuecar la media arroba de más pillada en el embarazo. Pero luego, por mucho taparujo que le echara, aquello fuele echando pliegues al zorrocotronco. 
Y para cuando empezó a hacer potitos caseros con la baba caída a los primeros insultos proferidos por el vástago –siempre echaba en la túrmix algún resto de plátano pansido, a saber si por revancha o por ahorro–, vio que aquello era algo más que una arruga irreversible, vistiendo el menda como de suyo alforja plisada de piel marrón como la vida misma, sobre ombligo de diseño rústico abierto en polan espuerta, que por cierto le venía bien en cumpliendo con el débito conyugal para meter allí los globos, toallitas ecológicas e incluso refrescos isotónicos reconstituyentes con los que, encima, marcaba más paquete, creyendo la parienta que aquella aguadera venía además muy bien para hacer los mandados, ideal por tanto.
Pero todo cambió con la parejita. Fue producirse la mascletada y, ya fuese por la flojura postparto que le entró, o la depresión por el recién nacido trío haciendo capullo a sus expensas, se le encalomó una lucidez mostrenca tal que si le hubieran inyectado en vena un extra de Ser Padres, que lo apalizó hasta irse apartando de su rebaño, al sentirse desplazado en su papelón por las maestras, las médicas, las sicólogas, las locutoras, y terapeutas de toda laya, hasta ver su paternitad resumida a una provisión de necesidades para lo cual su marsupia, como órgano creado para la necesidad, crecía día a día, al tiempo que su desolación y desengaño, al ver que ni siquiera ya era imprecado abiertamente, sino que era tomado a una chunga no violenta y pasota.

Una noche soñó que era un violonchelo en el que los suyos ejecutaban malamente una tocata en si bemol de Bach a rasguñazos, encaramados a él, usando el arco como una vara de avellano, venga tocarle... las cuerdas; que le rompían una segunda, y costaba siete euros del ala, y que se lo pasaban en grande con el akelarre, hasta que, al dar un fa sostenido absolutamente horriblo, despertó, cogió los bártulos indignado y salió embrutecido para un gimnasio  con una determinación suicida a quitarse la marsupia aunque fuera a base de aeróbic. Cosas más difíciles se habían visto.

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