Desde el momento en que puso la pelota en el punto de penalti
sabía que lo iba a fallar. Un segundo antes, el portero, en cuya mirada de
bestia alienígena no había reparado hasta entonces porque la había rehuido tozudamente,
le había auscultado los entresijos con hambre de fiera hipnótica y desde ese
instante, desde ese error de cruzar su mirada, se encontraba entregado como una
damisela tibia ofrendando el secreto a voces de su celo, creyendo ver salir de
entre sus fauces la baba ardiente de la predación con que había puesto precio a
su ya desvelado propósito, estaba claro ya, de tirarlo raso y a la cepa del poste.
Descubierto por aquellos ojos lobunos, sintió
una gota de sudor bajar por la cuenca de un ojo hasta las aletas de la nariz y
desde allí precipitarse hasta la comisura de los labios en el acantilado que
formaba su boca apretada montuna taponando con el prieto entrecejo la
salida a la luz de su secreto peor guardado.
Sacó la lengua y notándola con
gusto a carbón, lamió la sal y escondió los ojos entre el infinito existente
más allá del larguero, vislumbrando perdido entre banderas y el berreo del
rebaño la burla de unos ojos de presa que tenía a los suyos cogidos por el iris. Y al saber que aquel cabrón se iba a lanzar hacia el cornero donde él mandase el balón, y atraparlo con unos dedos que imaginó de araña entre sus guantes,
sintió la flojera, la misma que cuando aquel examen en que estaba seguro le
saldrían los algoritmos que no se sabía y fue una de las causas de dedicarse
al fútbol. La misma que el día que quedó en una cita a ciegas con una chica que
estaba seguro que era un cayo, y lo era; la misma que cuando ingresaron a su
mujer en el paritorio.
No pensaba en el público, el equipo, la patria ni la prensa. Lo
único que le obsesionaba era la imagen inquietante de su madre reprochándole
sin palabras su ya inminente fallo de cagón y follapavas. Así que, tratando de
concentrarse, buscó en los dibujos del balón un alféizar donde acodar aquel
canguelo nacido de la decisión de ser el último tirador en la tanda de
penaltis. Y cuando buceaba en los pentágonos sin hallarlo, sonó el silbato.
Recorrió fláccido, descangallado, la corta carrerilla que había dejado entre él y el
cuero por temor a que la zozobra lo trompicara e hiciera caer, y le pegó tan
desmañado que salió fofo y elíptico hacia el lado contrario de donde veía que
el portero se había lanzado a lo jaguar.
El guardameta, sorprendido de no
encontrar el peloto, con tiempo aún para observar que llegaba
haraganeando, todavía se revolvió rugiendo, crujiendo la cintura para el otro
lado, no alcanzando sino a coger junto al poste un racimo de hierba cruda. Y allí quedó, de rodillas con ella y el furor en la cara hacia el fusilero que
veía con estupor el balón en la red sin explicarse cómo ni oír el bramido del
tendido, con aquella expresión asustada hacia él, como pidiendo perdón por lo hecho.
Y a eso iba, a presentarle sus excusas, tan educado y sin venir a cuento en
un delantero, cuando los compañeros se le echaron encima y lo elevaron en andas
sobre la gloria levitando a dos metros del césped.
El azar había vencido una vez más a los algoritmos. Pero
evidentemente, se había demostrado de nuevo lo peligroso que podía ser
estudiarlos y luego meterse a futbolista. Porque las matemáticas también fallan.
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