miércoles, 5 de noviembre de 2014

DEL CUERO AL INFINITO

Desde el momento en que puso la pelota en el punto de penalti sabía que lo iba a fallar. Un segundo antes, el portero, en cuya mirada de bestia alienígena no había reparado hasta entonces porque la había rehuido tozudamente, le había auscultado los entresijos con hambre de fiera hipnótica y desde ese instante, desde ese error de cruzar su mirada, se encontraba entregado como una damisela tibia ofrendando el secreto a voces de su celo, creyendo ver salir de entre sus fauces la baba ardiente de la predación con que había puesto precio a su ya desvelado propósito, estaba claro ya, de tirarlo raso y a la cepa del poste.
Descubierto por aquellos ojos lobunos, sintió una gota de sudor bajar por la cuenca de un ojo hasta las aletas de la nariz y desde allí precipitarse hasta la comisura de los labios en el acantilado que formaba su boca apretada montuna taponando con el prieto entrecejo la salida a la luz de su secreto peor guardado. 
Sacó la lengua y notándola con gusto a carbón, lamió la sal y escondió los ojos entre el infinito existente más allá del larguero, vislumbrando perdido entre banderas y el berreo del rebaño la burla de unos ojos de presa que tenía a los suyos cogidos por el iris. Y al saber que aquel cabrón se iba a lanzar hacia el cornero donde él mandase el balón, y atraparlo con unos dedos que imaginó de araña entre sus guantes, sintió la flojera, la misma que cuando aquel examen en que estaba seguro le saldrían los algoritmos que no se sabía y fue una de las causas de dedicarse al fútbol. La misma que el día que quedó en una cita a ciegas con una chica que estaba seguro que era un cayo, y lo era; la misma que cuando ingresaron a su mujer en el paritorio.
No pensaba en el público, el equipo, la patria ni la prensa. Lo único que le obsesionaba era la imagen inquietante de su madre reprochándole sin palabras su ya inminente fallo de cagón y follapavas. Así que, tratando de concentrarse, buscó en los dibujos del balón un alféizar donde acodar aquel canguelo nacido de la decisión de ser el último tirador en la tanda de penaltis. Y cuando buceaba en los pentágonos sin hallarlo, sonó el silbato.
Recorrió fláccido, descangallado, la corta carrerilla que había dejado entre él y el cuero por temor a que la zozobra lo trompicara e hiciera caer, y le pegó tan desmañado que salió fofo y elíptico hacia el lado contrario de donde veía que el portero se había lanzado a lo jaguar.
 El guardameta, sorprendido de no encontrar el peloto,  con tiempo aún para observar que llegaba haraganeando, todavía se revolvió rugiendo, crujiendo la cintura para el otro lado, no alcanzando sino a coger junto al poste un racimo de hierba cruda. Y allí quedó, de rodillas con ella y el furor en la cara hacia el fusilero que veía con estupor el balón en la red sin explicarse cómo ni oír el bramido del tendido, con aquella expresión asustada hacia él, como pidiendo perdón por lo hecho.
Y a eso iba, a presentarle sus excusas, tan educado y sin venir a cuento en un delantero, cuando los compañeros se le echaron encima y lo elevaron en andas sobre la gloria levitando a dos metros del césped.

El azar había vencido una vez más a los algoritmos. Pero evidentemente, se había demostrado de nuevo lo peligroso que podía ser estudiarlos y luego meterse a futbolista. Porque las matemáticas también fallan.

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