Dicen que en una guerra la primera víctima es la verdad. Y yo digo
que y la última. La primera verdad se refiere a la periodística, espuria y a
medias: la verdad urgente, que desaparece raptada por los propios sátrapas (por
nuestro bien),
y cuya escasez apenas preocupa a quien tiene una buena reserva en casa: los libros, que son la verdad definitiva y último objetivo a alcanzar por el enemigo, cuya función es rebanar lo poco que haya dejado el otro bando a sus propios civiles, que suele ser el pensamiento. De modo que, cuando asoma el primer uniforme y las fogatas apestan a pavesas de papel reviejo y tinta sabemos que la verdad ha ingresado definitivamente en la unidad de quemados.
y cuya escasez apenas preocupa a quien tiene una buena reserva en casa: los libros, que son la verdad definitiva y último objetivo a alcanzar por el enemigo, cuya función es rebanar lo poco que haya dejado el otro bando a sus propios civiles, que suele ser el pensamiento. De modo que, cuando asoma el primer uniforme y las fogatas apestan a pavesas de papel reviejo y tinta sabemos que la verdad ha ingresado definitivamente en la unidad de quemados.
De forma que acabar con los libros es, además de un suicidio, una
prueba de entreguismo, de derrota, de darse por vencido hasta el apéndice (el
que sea), ceder al viento el último bastión, quemar las naves del pensamiento,
claudicar y rendirse sin condiciones, o mejor dicho, con una sola condición,
que el hecho de prestarse a quemarlos uno mismo sin esperar a que lo haga otro
sea tomado por lo que es: la declaración de sometimiento absoluto y acto de
cobardía y traición totales, como desaparición de las pruebas del crimen más
punible, el de la propia autonomía personal, lo más abyecto y que te inscribe
para siempre en la lista de los entes presuntos ante propios y extraños.
Pero todavía existe un caso más penoso de tal anomia y reniego: la
ejecución en la hoguera del individuo por escrito perpetrada por su propia
familia. Es el caso de aquellas madres, esposas, hijas, que, según llegaban las
tropas de ocupación destruían el material impreso que el abuelo, padre, hijo o
tío empeñados en el vicio tipográfico (todavía masculino) habían acumulado
desde tiempos más liberales como muestras de progreso y civilización (qué
inmenso error). Lo hacían para protegerlos (y protegerse, pues como decía
Foucault, los efectos del saber-poder son diseminativos), ya que al despojarlos
de esa dignidad y cubrirlos con la ignominia como capa protectora, para que
nunca llegaran a ser convictos de lectura, ni por supuesto confesos de
humanidad, los dejaban en nada más que nuevos suscritos a la siempre tan
bienhechora verdad oficial.

La otra alternativa, la de esconderlos resulta descabellada
incluso para mentes menos finas, más obtusas. Una incoherencia absoluta. Nadie
puede vivir apartado de sus libros escondidos. Sería un doble exilio. Pero
tampoco escondido con ellos, por si dan ganas de leerlos. La locura resultante
(y la valentía, pues la cobardía es impensable en quien se encierre con tan
sólo seis libros, seis) sería imposible de ocultar. La prueba es que, cuando
los que habían permanecido agazapados años, lustros, decenios tras la guerra en
los zulos, salieron a la luz, fue significativo que apenas si tenían libros,
siendo lo más leído en las toperas el “As” o “El Caso”. Y mira si en todos esos
años podían haberse labrado una cultura (o un bancal, o a la parienta), e
incluso haber cursado una carrera. Pues no. No se sabían ni la letra de “Soy
minero”.
Se infiere de esto que lo de llevarse un libro a una isla desierta
(además de los preservativos) no deja de ser un mito. A una isla desierta hay
que ir analfabeto. Y más a un agujero, pues inhumarse con libros es un
contrasentido, dado que el que aspira a mantenerse irreductible, juncal de
cuello para arriba, no los olvida en el periplo de una irrenunciable voluntad,
taimada si queremos, de permanecer invicto y esperanzado en la victoria tan
improbable pero viva sobre la vida, necesita su teneduría a plena luz del día,
como el acto de libertad supremo ante el gran trance. El que no aspira a eso,
¿para qué los quiere?
Es así que desde que aquellas Escarlatas O´Haras venidas a menos y
con el rábano-libro cogido por las hojas, juraron no pasar más calamidades a
causa de los libros de sus casas, cada vez se corre menos peligro en ellas,
pues su hueco ha sido colmado de estulticia, y ya no hay que armar topera
alguna apresurada en la chimenea cegada de los apartamentos, cuando los
ejércitos de ocupación de turno, por cable o inalámbricos, llegan y se plantan.
Todo lo más, los de texto de la escuela, que han ido parar a los trasteros,
bendecidos al fin por esa circunstancia postmoderna de la agrafia universal, no
en vano los cretinos están en mayoría desde los tiempos de Adán, y si no, se
alían con otros, aprovechando el tiempo de tri, cuatri, quintapartitos o lo que haga
falta, y ya está. Y el que necesite un libro, que se vaya a la biblioteca. Lo
que me hace sospechar que, si una vez los sacaron de las casas (liberándolas de los ácaros) no sería para concentrarlos donde ellas pudieran manejarlos,
gobernarlos y hasta leerlos (y no tuvieran que pasarles el trapo) mientras los
demás, ya fuera de los zulos, siguen leyendo la prensa deportiva. Cómo si no
iban a vencer y sobrevivirnos.
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