viernes, 24 de abril de 2015

Día del libro: lecciones de supervivencia ante su peligro

Dicen que en una guerra la primera víctima es la verdad. Y yo digo que y la última. La primera verdad se refiere a la periodística, espuria y a medias: la verdad urgente, que desaparece raptada por los propios sátrapas (por nuestro bien),
y cuya escasez apenas preocupa a quien tiene una buena reserva en casa: los libros, que son la verdad definitiva y último objetivo a alcanzar por el enemigo, cuya función es rebanar lo poco que haya dejado el otro bando a sus propios civiles, que suele ser el pensamiento. De modo que, cuando asoma el primer uniforme y las fogatas apestan a pavesas de papel reviejo y tinta sabemos que la verdad ha ingresado definitivamente en la unidad de quemados.
De forma que acabar con los libros es, además de un suicidio, una prueba de entreguismo, de derrota, de darse por vencido hasta el apéndice (el que sea), ceder al viento el último bastión, quemar las naves del pensamiento, claudicar y rendirse sin condiciones, o mejor dicho, con una sola condición, que el hecho de prestarse a quemarlos uno mismo sin esperar a que lo haga otro sea tomado por lo que es: la declaración de sometimiento absoluto y acto de cobardía y traición totales, como desaparición de las pruebas del crimen más punible, el de la propia autonomía personal, lo más abyecto y que te inscribe para siempre en la lista de los entes presuntos ante propios y extraños.

Pero todavía existe un caso más penoso de tal anomia y reniego: la ejecución en la hoguera del individuo por escrito perpetrada por su propia familia. Es el caso de aquellas madres, esposas, hijas, que, según llegaban las tropas de ocupación destruían el material impreso que el abuelo, padre, hijo o tío empeñados en el vicio tipográfico (todavía masculino) habían acumulado desde tiempos más liberales como muestras de progreso y civilización (qué inmenso error). Lo hacían para protegerlos (y protegerse, pues como decía Foucault, los efectos del saber-poder son diseminativos), ya que al despojarlos de esa dignidad y cubrirlos con la ignominia como capa protectora, para que nunca llegaran a ser convictos de lectura, ni por supuesto confesos de humanidad, los dejaban en nada más que nuevos suscritos a la siempre tan bienhechora verdad oficial.
Las mujeres, que son la base de la supervivencia, por atavismos y experiencia saben cuándo llega la hora bruja de la hoguera. Y muchas se pasaban tres pueblos, y no por desconocer que carecer de libros propios es el colmo de la miseria, sino porque la disyuntiva era peliaguda. Por un lado, si los preservaban, primero había que leerlos para saber los que podían quedarse a la vista y los que no. Un trabajo ímprobo de biblioteconomía que ha devenido femenino espero que no por hacer virtud de lo que fue necesidad; y luego quitarles el polvo, ese polvo periódico, periodismo en polvo, etc, que traería el desuso, inclinándose finalmente por la pragmática sanción, tan de su género.
La otra alternativa, la de esconderlos resulta descabellada incluso para mentes menos finas, más obtusas. Una incoherencia absoluta. Nadie puede vivir apartado de sus libros escondidos. Sería un doble exilio. Pero tampoco escondido con ellos, por si dan ganas de leerlos. La locura resultante (y la valentía, pues la cobardía es impensable en quien se encierre con tan sólo seis libros, seis) sería imposible de ocultar. La prueba es que, cuando los que habían permanecido agazapados años, lustros, decenios tras la guerra en los zulos, salieron a la luz, fue significativo que apenas si tenían libros, siendo lo más leído en las toperas el “As” o “El Caso”. Y mira si en todos esos años podían haberse labrado una cultura (o un bancal, o a la parienta), e incluso haber cursado una carrera. Pues no. No se sabían ni la letra de “Soy minero”.
Se infiere de esto que lo de llevarse un libro a una isla desierta (además de los preservativos) no deja de ser un mito. A una isla desierta hay que ir analfabeto. Y más a un agujero, pues inhumarse con libros es un contrasentido, dado que el que aspira a mantenerse irreductible, juncal de cuello para arriba, no los olvida en el periplo de una irrenunciable voluntad, taimada si queremos, de permanecer invicto y esperanzado en la victoria tan improbable pero viva sobre la vida, necesita su teneduría a plena luz del día, como el acto de libertad supremo ante el gran trance. El que no aspira a eso, ¿para qué los quiere?

Es así que desde que aquellas Escarlatas O´Haras venidas a menos y con el rábano-libro cogido por las hojas, juraron no pasar más calamidades a causa de los libros de sus casas, cada vez se corre menos peligro en ellas, pues su hueco ha sido colmado de estulticia, y ya no hay que armar topera alguna apresurada en la chimenea cegada de los apartamentos, cuando los ejércitos de ocupación de turno, por cable o inalámbricos, llegan y se plantan. Todo lo más, los de texto de la escuela, que han ido parar a los trasteros, bendecidos al fin por esa circunstancia postmoderna de la agrafia universal, no en vano los cretinos están en mayoría desde los tiempos de Adán, y si no, se alían con otros, aprovechando el tiempo de tri, cuatri, quintapartitos o lo que haga falta, y ya está. Y el que necesite un libro, que se vaya a la biblioteca. Lo que me hace sospechar que, si una vez los sacaron de las casas (liberándolas de los ácaros) no sería para concentrarlos donde ellas pudieran manejarlos, gobernarlos y hasta leerlos (y no tuvieran que pasarles el trapo) mientras los demás, ya fuera de los zulos, siguen leyendo la prensa deportiva. Cómo si no iban a vencer y sobrevivirnos.

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