miércoles, 16 de marzo de 2016

Nuevos oficios


El repartidor de borrachos volvía a casa después de hacer la última entrega. Aquella noche se había ganado el descanso. Hasta tres
buenos pedales había llegado a devolver indemnes a sus domicilios habituales.
Para cualquiera que entendiera algo del asunto, aquello era casi un récord. A sus diecisiete años había conseguido hacerse un nombre en su ambiente. Rigor, abstinencia, cierta gravedad y un alto grado de orientacion nocturna –y un callejero que se estudiaba a escondidas en casa–, le habían ayudado a llegar donde estaba. Era un fijo en las cenas de Navidad, y cuando se acercaban esas fechas de fin de curso, exámenes y tal, es que se lo rifaban.
De una seriedad de relojería, se sentaba en la mesa con los demás, y mientras devoraba cocacolas sin, hacía un sondeo escudriñando entre sus compañeros a los que más papeletas iban echándose al coleto para ser candidatos a sus servicios. Sonda-sin, le llamaban, riéndose, embriagándose a gusto, sabiéndose seguros de que, de cualquier modo acabarían entre la turbadora paz de las sábanas de hilo de su cama. Y de que sus padres dormirían tranquilos sabiendo que aquel ángel de alcohólicos cumpliría con su cometido, del que sus padres estaban orgullosísimos, pues veían en su hijo a un benefactor, alguien de una utiidad cercana a unos alicates. Aunque comportase sus inconvenientes.
A veces, le echaban la mascada en todo el traje, y el agrior no lo quitaba la lavadora ni con el programa caliente. Otras veces los clientes se le escapaban y tenía que jugarse la vida entre el tráfico, protagonizado por otros borrachos. O se liaban peloteras y tenía que interceder; o lloraban o la tomaban con él. Pero, impertérrito, llegaba hasta los umbrales, llamaba al automático y, cuando veía asomar una bata por el portal, salía pitando, porque no era el primero que perdía los estribos y le quería cargar a él el mochuelo. Gajes del oficio, todavía en sus albores. De manera que no establecía relación con los tomadores, digamos del producto.
Repasando todo esto en su camino de vuelta, reparó en un bulto bajo un dintel. El hombre bubeaba, bolinga perdido, pidiéndole tabaco. Pero tampoco fumaba. “Pero le puedo llevar a casa”, le contestó. El otro le hizo una rabotada. Él, herido en su orgullo cabezón de ejército de salvación, cogió a aquella filtrapilla y lo incorporó y echó a andar en contra de sus apenas efectivos impedimentos.
Su cara le sonaba, y su tajada, por las vaharadas, era de anís del Mono. Un coche de policía que apatrullaba la ciudad pasó junto a ellos oyendo a uno decir “para lo que ha quedao la juventud...”, y pasaron. Entre farfullos, el repartidor tomó razón del jumeras y allá se encaminó, sin dejar de escucharle decir las habituales incoherencias, en su caso, entre tropiezos, espantás y mucha gangosería, que si la crisis, la solidaridad, el pueblo, los presupuestos, el empoderamiento, que si los emprendedores, la igualdad, etc, etc, que le confirmaron al joven sus sospechas de por dónde iba la hebra del recogido.

 De un último tirón alcanzó la dirección buscada y allí lo dejó al mismo encenderse la luz del portal, siendo despedido con un último erupto del del Mono. Cuando por fin llegó a casa, su madre desde la cama le preguntó quedo que qué tal, y él explicó desde detrás de la puerta que un último servicio lo había entretenido de más. “Creo que era algúien importante, un político o algo así”. Resumió. “¿Y que iba, fatal?” Quiso saber la madre. Y él, por toda respuesta, retirándose ya tras lo que pareció una leve meditación, dijo: “No. Normal.”

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