El repartidor de
borrachos volvía a casa después de hacer la última entrega. Aquella noche se
había ganado el descanso. Hasta tres
buenos pedales había llegado a devolver indemnes a sus domicilios habituales.
buenos pedales había llegado a devolver indemnes a sus domicilios habituales.
Para cualquiera que
entendiera algo del asunto, aquello era casi un récord. A sus diecisiete años
había conseguido hacerse un nombre en su ambiente. Rigor, abstinencia, cierta
gravedad y un alto grado de orientacion nocturna –y un callejero que se
estudiaba a escondidas en casa–, le habían ayudado a llegar donde estaba. Era
un fijo en las cenas de Navidad, y cuando se acercaban esas fechas de fin de curso, exámenes y tal, es que se lo rifaban.
De una seriedad de
relojería, se sentaba en la mesa con los demás, y mientras devoraba cocacolas sin,
hacía un sondeo escudriñando entre sus compañeros a los que más papeletas iban
echándose al coleto para ser candidatos a sus servicios. Sonda-sin, le llamaban, riéndose, embriagándose a gusto, sabiéndose
seguros de que, de cualquier modo acabarían entre la turbadora paz de las
sábanas de hilo de su cama. Y de que sus padres dormirían tranquilos sabiendo
que aquel ángel de alcohólicos cumpliría con su cometido, del que sus padres
estaban orgullosísimos, pues veían en su hijo a un benefactor, alguien de una
utiidad cercana a unos alicates. Aunque comportase sus inconvenientes.
A veces, le echaban
la mascada en todo el traje, y el agrior no lo quitaba la lavadora ni con el
programa caliente. Otras veces los clientes se le escapaban y tenía que jugarse la vida
entre el tráfico, protagonizado por otros borrachos. O se liaban peloteras y
tenía que interceder; o lloraban o la tomaban con él. Pero, impertérrito,
llegaba hasta los umbrales, llamaba al automático y, cuando veía asomar una
bata por el portal, salía pitando, porque no era el primero que perdía los
estribos y le quería cargar a él el mochuelo. Gajes del oficio, todavía en sus albores. De manera que no establecía relación con los tomadores, digamos del
producto.
Repasando todo esto
en su camino de vuelta, reparó en un bulto bajo un dintel. El hombre bubeaba,
bolinga perdido, pidiéndole tabaco. Pero tampoco fumaba. “Pero le puedo llevar
a casa”, le contestó. El otro le hizo una rabotada. Él, herido en su orgullo
cabezón de ejército de salvación, cogió a aquella filtrapilla y lo incorporó y
echó a andar en contra de sus apenas efectivos impedimentos.
Su cara le sonaba, y
su tajada, por las vaharadas, era de anís del Mono. Un coche de policía que apatrullaba la ciudad pasó junto a ellos
oyendo a uno decir “para lo que ha quedao la juventud...”, y pasaron. Entre
farfullos, el repartidor tomó razón del jumeras y allá se encaminó, sin dejar
de escucharle decir las habituales incoherencias, en su caso, entre tropiezos,
espantás y mucha gangosería, que si la crisis, la solidaridad, el pueblo, los
presupuestos, el empoderamiento, que si los emprendedores, la igualdad, etc,
etc, que le confirmaron al joven sus sospechas de por dónde iba la hebra del
recogido.
De un último tirón alcanzó la dirección
buscada y allí lo dejó al mismo encenderse la luz del portal, siendo despedido
con un último erupto del del Mono. Cuando por fin llegó a casa, su madre desde
la cama le preguntó quedo que qué tal, y él explicó desde detrás de la puerta
que un último servicio lo había entretenido de más. “Creo que era algúien
importante, un político o algo así”. Resumió. “¿Y que iba, fatal?” Quiso saber
la madre. Y él, por toda respuesta, retirándose ya tras lo que pareció una leve
meditación, dijo: “No. Normal.”
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