viernes, 25 de marzo de 2016

Progresando


Aunque parezca sandungueo lo de Bruselas tiene mucho que ver con la paz. Los capciosos dirán que con la de los muertos. Pero también con la de los vivos. O, mejor,
con sus tiranías autoimpuestas, al entenderlas como el medio a justificar para obtener el gran fin, la paz, el progreso, en aras de los cuales hay que sacrificarlo todo. Eso explica los santuarios con velitas y flores, y la típica mariconada de pancarta del “yo soy bruselense”, como gran reacción ciudadana a la barbarie, tan parecida a la de aquellos cristianos que miraban a lo alto del circo mientras los leones los abrían en canal. Solo que esta desde lo laico, desde el existencialismo resignado, tan inquietante, por próximo al nihilismo, que ya asoma las orejas por muchos lares norteños. 
Unos fenómenos que hacen de pinza paralizante sobre lo europeo, con su recordatorio amenazador de no volver a las andadas, ese mito demoniaco del pasado impronunciable, para chantajearlo y que no acceda a esa utopía obligada de sociedad ejemplar, de paraíso en la tierra, a que obliga la predestinación cristiana y autoconstruida desde la Ilustración mediante la ideología del progreso imparable, otro mito, como brújula de un proceso real, este sí, cual es el de la civilización a golpe de paz, que con el tiempo y una buena dosis de felicidad mundana, se nos ha instalado en la memoria ram como guía del destino (ya desrrumbado, hay que decirlo), al modo de un chip incontestable del que, de momento, nadie ni nada nos desprograma, aunque ya estemos sufriendo sus consecuencias más nefastas.
Y lo peor no es que su más peligrosa herramienta, la corrección política, esté derivando, como arma de doble filo, en auténtica dictadura bloqueante de los anticuerpos que toda sociedad ha de poseer para contrarrestar sus puntos flacos, para no tener que acudir al complejo de culpa, justificar los designios totalitarios del otro, por el miedo crónico interiorizado de la violencia como lo peor, y un cierto gandhismo victimista como táctica, tan imposible e increíble en ricos. 
Patologías todas propias de la mezcla de lo permisivo como ética y una gran dependencia del estado patrocinador de todo. Y una idea tan fija como falsa: que el futuro tenga que ser obligatoriamente mejor, por definición. Eso nos mata. Porque no despertar del sueño de tal positivismo alienante suele acabar en pesadilla, y los monstruos que de su colapso se derivan siempre han resultado apocalípticos. Y no aprendemos.

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