Aunque
parezca sandungueo lo de Bruselas tiene mucho que ver con la paz. Los capciosos
dirán que con la de los muertos. Pero también con la de los vivos. O, mejor,
con sus tiranías autoimpuestas, al entenderlas como el medio a justificar para obtener el gran fin, la paz, el progreso, en aras de los cuales hay que sacrificarlo todo. Eso explica los santuarios con velitas y flores, y la típica mariconada de pancarta del “yo soy bruselense”, como gran reacción ciudadana a la barbarie, tan parecida a la de aquellos cristianos que miraban a lo alto del circo mientras los leones los abrían en canal. Solo que esta desde lo laico, desde el existencialismo resignado, tan inquietante, por próximo al nihilismo, que ya asoma las orejas por muchos lares norteños.
con sus tiranías autoimpuestas, al entenderlas como el medio a justificar para obtener el gran fin, la paz, el progreso, en aras de los cuales hay que sacrificarlo todo. Eso explica los santuarios con velitas y flores, y la típica mariconada de pancarta del “yo soy bruselense”, como gran reacción ciudadana a la barbarie, tan parecida a la de aquellos cristianos que miraban a lo alto del circo mientras los leones los abrían en canal. Solo que esta desde lo laico, desde el existencialismo resignado, tan inquietante, por próximo al nihilismo, que ya asoma las orejas por muchos lares norteños.
Unos fenómenos que hacen de pinza paralizante
sobre lo europeo, con su recordatorio amenazador de no volver a las andadas,
ese mito demoniaco del pasado impronunciable, para chantajearlo y que no acceda
a esa utopía obligada de sociedad ejemplar, de paraíso en la tierra, a que
obliga la predestinación cristiana y autoconstruida desde la Ilustración mediante
la ideología del progreso imparable, otro mito, como brújula de un proceso
real, este sí, cual es el de la civilización a golpe de paz, que con el tiempo
y una buena dosis de felicidad mundana, se nos ha instalado en la memoria ram como guía del destino (ya desrrumbado,
hay que decirlo), al modo de un chip incontestable del que, de momento, nadie
ni nada nos desprograma, aunque ya estemos sufriendo sus consecuencias más
nefastas.
Patologías todas propias de la mezcla de lo permisivo como
ética y una gran dependencia del estado patrocinador de todo. Y una idea tan
fija como falsa: que el futuro tenga que ser obligatoriamente mejor, por
definición. Eso nos mata. Porque no despertar del sueño de tal positivismo
alienante suele acabar en pesadilla, y los monstruos que de su colapso se
derivan siempre han resultado apocalípticos. Y no aprendemos.
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