lunes, 8 de mayo de 2017

Traspillados


(O traspellados, en la Mancha Oriental, hambriento total y atroz. También dícese de quien, a base de estarlo, ha adquido esa condición definitiva e inmutable por la que es capaz de vender su alma, y la de cualquiera, por medio zarabil de pan).

Jamás en la vida había habido tal divorcio entre comer y nutrición. Como nunca antes el delirio gastronómico coincidía con tal dejadez alimentaria. 
Por doquier puedes ver carpantas alimentados con bazofia, rellenos de basura digerible, que, en un momento dado y al hilo de la ola de gourmetismo casero en que se mimetizan, te hacen una vichisuá que te jodes, para, a posteriori, impelidos por la cultura llenabuches y como la cabra tira al jaral, extinguir una tripa de fuet a mordiscos hasta dejarla en el pezote, para acabar postrados y postreando los restos navideños semiagrios del turrón de cacahué y grasas trans (fattys, en inglés, que lo dice todo). 

De igual tenor, miles de infantes desayunan solos –o sea, en familia– todo tipo de guarrería industrial, hasta la hora de la (falsa) pitanza sana y segura del colegio (para educarlos también alimentariamente) según los aún más falsos cánones mediterráneos. Y sin embargo esas dulces alimañas que no saben lo que es un buen almuerzo son capaces de guisar a la cena unos canelones Rossini que te escueces de gusto. 
Es la gran paradoja del desarrollo. Y su constante: a más comida disponible, peor comemos, y cuanta menos cultura culinaria, más arte, y al alcance de todos, y que es falso, pues eso es tecnología, que es la que viene a sustituir al saber, en este caso comer. 
Hasta a esto hemos llegado
Y todo, al objeto de vendernos lo elaborado como supremo y que ha conseguido hacer de la manduca un valor de cambio que añadir al de cada uno para elevar nuestro precio como seres de escaparate en el mercado de individuos con esa prestación que, al no venir de serie, hay que adquirir para interactuar, como prueba irrefutable de gestión y control de la propia vida y destino. 
Lo obligado hoy para no ser un despojo. O que ahora, no es que a la gente le haya dado por comer, sino que para poder papear a diario lentejas tienes que demostrar que sabes hacer bien un filete Miñón; que el bocata de mortadela lo mereces por saber hacer un montón de pijotás superfluas e innecesarias, hechas, eso sí, con total donaire e indiferencia, y como sin hambre. 
Por eso no hay concursos sobre el desayuno. Sería absurdo elucubrar sobre tostadas de pan (malo) e infusiones. Pero igual había más padres dispuestos a levantarse a las ocho para hacerlo con sus hijos. Y sobre todo para hablar de ello ­–y de la dieta– en el café luego de dejarlos en la escuela. Fundamental.

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