viernes, 29 de diciembre de 2017

Ah, aquellas navidades...!

Por estas fechas hay gente que padece un montón por sentirse desgajada de una tradición secular, cortado su cordón umbilical de unas costumbres tan ancestrales que se pierden en el tiempo, que cualquiera diría que comerse un polvorón resulta un insalvable atavismo adquirido a la vez que el repelús a los reptiles o el miedo a los perros.
 
Tan interiorizado e inapelable tienen el comer cochinillo con patatas, que muchos no dudarían en afirmar que sus ancestros ya acompañaban con ellas al guarín desde tiempo inmemorial, por supuesto miles de años antes de llegar éstas de América (cerditos ya había aquí). 
En consecuencia, solemos quejarnos de que esto ya no son navidades ni el dios (hijo) que las fundó. Y para la aseveración nos armamos de argumentos basados en lo culinario añorando los mantecados caseros, la mistela aquella, y repudiando los viles langostinos; en lo sentimental, echando de menos los villancicos, a aquel guardia municipal, doble que era del dictador, que se ponía a recibir cajas de sidra entre la calle Ancha y la del Tinte, o, si no quieres calentarte mucho la cabeza, decir eso de que ya no nieva como antes, que debería ser causa de incapacitación.
Un sentimiento de desazón, pues, recorre los espíritus amojamados del invierno, que necesitan de una buena noticia urgente para poner fin a ese coraje, congoja, desánimo o incluso verdadera angustia a que puede llevar la percepción de estar viviendo sin vivir o comiendo sin comer (y qué mal cuerpo después de tragar todo ese sincomer), por más que se haga de vientre. Y esa buena noticia es que, aleluya, hermanos, las navidades, de hecho, nunca han existido. Así, como suena.
Las navidades, como casi todo lo más o menos apalancado, son un puro invento del siglo XIX. No quiere decir esto que antes no hubiera Navidad, en singular, o mejor Pascua, como mero señalamiento religioso, sobre todo a partir del siglo XII, cuando se va dejando atrás la barbarie, tal como nos muestran cantigas, autos teatrales y demás. Pero ahí para la cosa en tiempos cuyo mayor festejo era por tener sólo la tiña y algo de tifus. 
De manera que, hasta que el calendario no se consolida y hay unas fechas fijas festivas, y la burguesía no se desarrolla y con ella los usos celebratorios, o sea tanto un superavit económico como de tiempo, no empieza a conmemorarse, y sólo por las élites. Su transmisión al 90% restante de la población, rural, paupérrima y primitiva, sólo se produce cuando desaparece la hambruna y las cosechas otoñales y del cerdo (que por algo se mata un poco antes y es signo de buen cristiano) proveen de algún sobrante para platos cuyo único refinamiento es aportado por el recetario saqueado al moro y al judío. El belén, introducido por Carlos III desde Nápoles, es sólo un signo de distinción de esas élites civilizadas que acabará haciendo fortuna entre la burguesía decimonónica, especialmente la catalana, muy ligada al sur italiano.
Todo eso queda fijado en el XIX, cuando el calendario laboral acaba con las fiestas y hay un excedente para despachar en las pocas que quedan, en el coto cerrado y añorante de la ciudad, terreno abonado para la mitología navideña ligada a (la pérdida de) lo pastoral, bucólico, idílico, de la mano de no poca literatura a su servicio, que introduce mitos incluso por accidente, como el de las navidades blancas, que es el escenario típico del reinado victoriano, cuya primera mitad coincide con lo que los climatólogos llaman Pequeña Era Glaciar. Un accidente que, deformado por la divulgación, nos hace todavía presumir que por navidad la nieve es obligatoria. Y el pavo (aportación del testigo recogido de esa misma literatura en América, infestada por esa ave), o el besugo del neocatolicismo pecero, o los aguilandos, otra decantación típica del XIX.
Y es que, si no fuera por ese siglo, de culto burgués por la celebración puntual y pormenorizada de lo ritual como síntoma de felicidad demostrada en la ostentación de lo superfluo (origen del consumismo exacerbado) para mayor gloria de Dios, no habríamos alcanzado esas cotas de exageración pantagruélica de  la satisfacción, de preocupación por la escenografía y de lamentación a la postre por lo que nunca fue –que levanten el dedo los que antes del desarrollismo a ultranza y las sobras completas, se pasaba veinte, diez, cinco días de holganza, pitanza, broma, cachondeo, farra, buen rollito y aguilanderas, entre braseros de picón, jerséis de borra, sin frigo y un botijo– . Y sobre todo la condena de lo que ha acabado siendo, que no es más que otra manifestación de lo que somos y vivimos. Y punto. 

Así es que corten ya el rollo y no echen más a faltar lo que no es sino una ilusión, una fantasía generada por el ambiente y la ensoñación propia y falsa a que lleva la mucha propaganda social, cuando no por la propia pérdida de la perspectiva del pasado, léase la infancia, que en términos poéticos es el equivalente de la navidad como personificación de la pérdida, como el cara y cruz de una nostalgia en el puto mercado de espejismos de la vida (y a lo mejor por eso nos lamentamos de lo que somos en navidad y no en verano (aunque eso ya es otra cuestión), y que, bien pensado, no vale la pena alimentar, porque ese presente que tanto rechazamos regodeándonos en su asco, es sencillamente lo que hay, como la feria, cuya única excusa para no disfrutarla es no tener cuartos para ello. Por lo demás, que vengan muchas navidades. Aunque no existan, y aunque no nieve.  

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