miércoles, 13 de diciembre de 2017

Bondad infinita

La Navidad es esa época en que todos los patosos suelen andar sueltos. Amparados por el armisticio navideño, las calles se llenan de inocentes dispuestos a darse al mundo, o a que el mundo les sea dado, que para el caso es lo mismo.
Gente que jamás ha andado por la acera se pasea esos días haciendo parapetos con su incertidumbre viandante, arrojando a los zócales a los eternos presurosos. Palizas que no conducen de contino, esos día salen a las rutas buscando accidentes y colapsos casi siempre a los demás. 
Polvorones de estepa, iluminados por una revelación, buscan inusitadamente nieve en la que ponerse los esquíes, sin pensar que podrían ahorrárselos colocándose las abarcas como medias fanegas que hasta hace dos días llevaban. Samugos de por vida salen a la calle esperando que se te caiga la baba sólo con verlos y una fuerza misteriosa te impela a darles dos o tres besos de tornillo en el belfo.
Salen y exteriorizan una al cabo del año irrepetible alegría, ahítos de bondad ecuménica, de la que en su fondo de plumón dudan, que es por lo que como lastre hartan de capital su bodega de piedad universal y con la cartera llena de deseos materiales, en contrapeso a su corazón sobrecargado de amor, se disponen a comprar todo aquello que pueda conducir a la felicidad bien entendida, que es la que, paradógicamente, empieza por uno mismo.
El gran invento postmoderno del capitalismo ha sido darle dinero a los pobres, ya que, al contrario de aquel personaje de El halcón maltés que prefería hablar de negocios con quien estuviera acostumbrado a charlar, un pobre con cuartos, con la falta de práctica se torna en un inusual sargento de gastadores con mando en plaza mientras el bolsillo aguante, pues el dinero convierte a todos en hombres de buena voluntad, que es por lo que se les desea la paz desde las tiendas y las emisoras, y se les guía hacia el pesebre con el cometa de peras de cuarenta vatios puesto por el Ayuntamiento para que, como su propio nombre indica y ahora que también cuecen matrimonios, casen la oferta y la demanda en esa especie de tocomocho tierno que es el Adviento -!que viene, que viene!- para terror de narcisistas y gozo de tenderos, que hacen de cebo mientras el municipio va de percha.
O eso se creen, porque, de paso que dejan ejercer al pobre de rico por un día – o lo que le permita la familia–, pasado el espejismo y la mala digestión de fistros alimenticios desconocidos para el duodeno, el pobre volverá a esa libertad que consistía según Engels, con perdón, en la conciencia de la necesidad, y a esa lucha de clases tan sui generis consistente en las lentejas viudas con las que, sin la ayuda del bodycare ni la medicina de mantenimiento, posiblemente llegue a jubilarse lo suficientemente entero para darse un garbeo en autocar, si aún existe el Imserso, y matar del disgusto al tendero, que tendrá que  aguardar un año entero para darle otro palo.

Feliz Navidad
Tocomocho y contratocomocho. Todo con bondad, eso sí. Porque no se sabe quién es más bueno en estas fechas, si el embaucador o el engatusado. Igual que no se sabe qué es peor, si la bondad o los buenos, o si la bondad existe a través de los buenos o es inmanente y porque sí y por lo tanto jode sin instrumento alguno. O como decía Kant, que además de por sí es para sí, que es como suele ser lo bueno. 
Aunque en esto de la filosofía, bastantes doctores tenemos ya para entrar en retrónicas, puesto que lo que uno quería plantear en realidad era otra cosa. Bueno, dos, puesto que es gratis: una, si esta bondad que nos invade por medio de una horda de ilusos llenos de buenos deseos, seguirá después de San Antón o se acabará con la bendición a tanto animalico igual que se disipa el dulce sabor de sus dátiles. En cualquier caso, estamos perdidos. Y es que, hermanos lobos, la bondad, por mucha que se quiera comprar en estas fechas, no tiene precio.

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