domingo, 8 de julio de 2018

Paradojeando

Aquello de tratar al prójimo como a uno mismo, la gran ley económica del trueque relacional, parece que ya pasó su momento, habiéndole sucedido lo que podríamos llamar gestión del prójimo, derivada de la gestión contractual de todo que ahora somos, pues mientras que la filosofía se ocupa del ser o su pareja (la nada, el mundo, Dios, etc), la sociología triangula el juego a partir de lo que interfiere lo dual, las clases, los medios de comunicación, etc, e intermedia la vida como un espejo o como un prisma, rebotándonos sus haces de luz confusos que dan la forma chinesca de nuestra paradoja.

Así, es extraño pero lógico que el individualismo, la atomización y el alejamiento en busca de la privacidad, se lleven a cabo por medio de jornadas, encuentros, asambleas, reuniones y simposium, porque es ahí, en lo colectivo despersonalizado donde la personalidad se encuentra más a resguardo. De ahí el incesante proseguir, cuando muchos auguraban su ocaso, de misas, sectas, religiones, y asociacionismo de tipo esotérico o espiritoso, algunas de muchos grados, en busca del grado de personalización que cada cual pretende endiñarse.
Lo cual conlleva una división del trabajo de la personalidad, que se obliga a diversificar sus campos de pastoreo, situaciones, asuntos, y a clasificar la gente con quien tratarlos, una vez parcelados y especializados, para cubrir objetivos muy selectivos, pues no es lo mismo una reunión dedicada a la adrenalina que otra por ejemplo destinada a la testosterona, o escoger entre cultivar los celos que la autoestima.
El hombre, en pos de su personalidad, da una vuelta de tuerca más, esta vez cultural, a sus neuronas, trayendo los asuntos hacia lo particular, unos con unas personas, otros con otras, adecuando circunstancias y ambientes. Y todo, para desigualarse de la “democratización por decreto” que vivimos y que va en contra de esa necesidad humana de diversidad que es como se identificaba hasta ahora, y en lo cual eran de mucha utilidad los otros, que al difuminarse, se buscan, o dentro de sí –porque se trata de buscarse uno, no a los demás–, volviéndose multifacéticos para ser otros, o allí donde no hay intimidad que molestar o existen barreras asumibles, en fraternidades sectarias de grupos restringidos de relaciones, como paradoja de ese aperturismo que se publica pero que hace de la privatización la diana del viejo dardo de que unos mocos son sorbidos y otros son sonados, y que rebaja a rango de simple ilusión la preocupación por los otros (oenegés, neocaridad, etc,) una vez que la sociedad de los otros ha cedido su vigencia a la regida por el yo, mi, me, conmigo, y la plena indiferencia por los demás comprobada en la tendencia a presumir precisamente de su contrario, de lo que se carece y se echa de menos, y el tener al otro siempre en boca, sea por haber desaparecido de la faz de las relaciones o esté presente sólo a través de la puesta en escena de la abstracción que resulta del tratamiento personalizado de emociones como la envidia o la piedad, cuya gestión se acomete, no ya en directo como Vicente Ferrer, sino a distancia y con medidas terapéuticas la mayor parte de las veces telemáticas.

Una búsqueda a ultranza de identidad esta, que al darse en uno mismo y no ver a otros en uno (o verlos, que es peor) ni a uno en otros, no consigue más que la propia dispersión y extravío y la distorsión del planteamiento vital, dejándonos en la estacada como simples curiosones no sólo de la vida de los otros, bajo excusas de solidaridad y relaciones abiertas, sino de nosotros mismos, que es lo peor, puesto que, encima, podemos creer que somos aquello que ya apenas existe: los demás. Y así es imposible conocerlos, ni mucho menos a nosotros mismos. Lo cual, bien pensado, a lo mejor no merece ni la pena.

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