martes, 25 de septiembre de 2018

La otrística


El cambio de siglo ha sido testigo de la nascencia de un género literario moral tan lastimero como lastimable cual es el que se ocupa del tema del Otro,
así, con mayúsculas, magnificado en su majestad, la Otredad, como epítome absoluto de todo en la persona, de su ente más característico que es el prójimo, que ahora ya no es tal sino el otro u otre, como antes decían los viejos, y del que todo el mundo se preocupa ahora más que nunca y hay verdadera fiebre de escribir sobre ello, de indagar en la coyuntura de esa patata que son los demás, viniendo perfilada su nueva visión, como era esperable, por un punto de vista de una moral difusa, una ideología laxa secularizante de aquí me las den todas y tiznada de mucho mensaje de solidaridad e identificación con eso que son otras gentes, otras realidades, otros prójimos. Cojonudo.
Acortar distancias está bien. En ese sentido, las multinacionales del consumo como las aéreas, han hecho más que cien santones, aunque haya algunas, tal que las telecos, que aún andan confusas y penalizan las relaciones de cercanía a favor de los más alejados en un contacto sin tacto porque todo lo que necesitan es... dinero.
Aún así resulta de mucho agrado ver cómo estas transnacionales se desvisten de su pelo de dehesa para pasar a ser las principales abanderadas del abandono del etnocentrismo y las pioneras de la preocupación por el otro, al haber sido las primeras en comprender que el hombre nuevo, y no digamos la mujer, agradecen ser tenidos en cuenta aunque sólo sea para comprar.
La percepción de la otredad clásica solía ocurrir cuando el hermano menor echaba a gatear y se apoderaba de los dados del parchís, y el acto de dejárselos para que se atragantara llevado a cabo a continuación, era todo un ejemplo de toma de conciencia de su ser. Para ambos. Por eso los primogénitos son los últimos en darse cuenta de los demás y de ellos mismos.
Ahora no. Ahora, con la familia numerosa de uno y cuarto y mitad de hermano, se utiliza lo demás para completar el kilo de otredad como se puede, a pellizcos de vida, mitad real y mitad ficción y es por lo que hay gente que en su búsqueda, alquila como un otro a un saharaui, un ucranio o un ruandés y hasta quien paga cuotas de mantenimiento de un alguien en otro lado del mundo, que si es evidentemente más noble que tener derecho a la porción de un caballo en un picadero de las afueras, la diferencia es que el equino no llega a Otro, tal vez porque los nuevos apóstoles de la Otredad se les ha olvidado incluirlo, no por falta de ganas.
El etnocentrismo como cultura única está pues siendo dinamitado por los sofistas de la Otredad, aunque haya muchos con menos mensaje que una caja de crispis, y así, hay gente que se solidariza más con un sirio que consigo mismo, ya que en ese empeño en salir de uno mismo para ser otros interviene lo que Montaigne advertía al respecto de lo elusivo de la verdad –que ahora no es uno sino los demás–, de que si quieres salir de tí mismo hacia los desiertos del conocimiento y escapar al hombre de cada uno, caes en la locura.
Lo cual plantea la gran disyuntiva, ésta ya para cuando bien entre el siglo, porque lo que es ahora ya no nos da tiempo, de ser cuerdos contempladores de nuestro ombligo o locos en fuga hacia los paraísos de lo Otro.
Aunque también puede que sea otra moda occidental con la que expiar un poco la mala conciencia de haber engordado siempre nuestro yo con los otros del mundo, un enlañarse el coráceo barro del cinismo que lo caracteriza y para lo cual bien habría que tener en cuenta el dicho: “laña echá, cuartillo caído”.

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