jueves, 25 de julio de 2019

Nubes de verano


Años después recuerdo el último regalo que El Maza me hizo un domingo de julio de esos en que uno vaga perdido entre los isótopos del verano. 
Era un casete de la D.G.T. con temas del festival de San Remo y deleznables chorradas de pseudohumor de relleno sobre la seguridad en carretera, que acarrearían más fiambres de los que prevendrían. Y ellos qué saben. 
Lo mejor de la cinta era su distribuidor, que echaba el alto a los reconocidos y te la endosaba. Otros de su talante han dado bolis, estampicas, o te han pedido un duro, que son formas de darse; pero éste, como le había dado por el tráfico, te oficiaba con ademanes, aspavientos, poses y otras formas vehiculares de estar en medio, que era su oficio, y tú te dejabas porque hay felicidades que no piden pan, y si encima te regalan a Domenico Modugno... 
Hay seres -y enseres- que poseen la capacidad de hacer de muestra de las esferas perdidas, y El Maza, cuando entonces, nos revertía a la esfera pública, no en su vertiente prostituta y tergivérsica, ni la del laberinto de espejos en que nos examinamos, esa realidad de bodegón que nos fabrican, ni la de la celebridad o la cenicienta actualidad, no, sino la de los taninos del vivir colectivo, aun resudado y fétido, la del entorno con solera: el árbol, la piedra, la gente, aquello que Felipe (D. León, cuidado) enunciaba como el mundo, y que ahora parece que nos ensucia. 
El Maza, que creía en el otro Felipe, Dios sea loado, era uno de esos elementos del camino y del andar con el que estamos condenados a tropezarnos aunque fuera en bici, la de los colorines y las briosas cintas y quincalla refulgente que, como un tropel de oropéndolas, pasaba a ras del pavimento, que era su pedestal, aparcando lo eterno en mitad de nuestro  autoestimado tráfago, poniendo en marcha la moviola desgranadora de la soguilla de un tiempo apenas detenido. 
Una de esas personas públicas de verdad, con su facultad de gente de la calle y que parecen puestos ahí por un Dios social y verbenero para hacernos detectives de nosotros mismos en nuestra relación irremediable y cada vez más oscura con ese espacio del que crecientemente aborrecemos y quizás por ello aún sea más reivindicable, a la vista de la escasez actual de su savia en los que han hecho de ello, no oficio, sino profesión bien remunerada en esta sociedad de esfinges, que cuando te tropiezas con uno no sólo no te da ninguna cinta sino que a lo mejor te tienen que llevar al dentista, porque les falta la blandura del rocío y les sobra la de los invertebrados a los que en el fondo envidian, por mucho que se vistan de luciérnaga, pues el brillo que despiden no es otro que luz de gas para los demás que, como aquel ciclista obrero autónomo del tráfico que estaba del corazón desconociéndolo, se dedican en cambio a alumbrar la vía pública y de paso las privadas –aunque muchas veces no consigan hacerlo con la suya–, sin necesidad de meterse en una lista o pegar un codazo a su mejor enemigo, y que encima tienen el detalle de regalarte a Modugno para ayudarte a volare a cualquier nube en un Domenico de julio de esos en que los isótopos están tan sesteados contemplándolo. 
Descanse en paz y otros con él del mes de julio, que cierto estoy harán buena compaña gozando del frescor imaginado de la bahía de San Remo.

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