Todos los días nos preguntamos cuándo
regresaremos al futuro, invadidos por esa impresión de haber retrocedido en el
tiempo, hacia la eterna escasez, el miedo, el recelo de todo, la desconfianza
de todos, la reclusión por falta de perspectiva, la ansiedad del hoyo,
enfatizado todo por este agosto sin verbenas ni mundanal bulla -que ya nos parece transgresora, signo este
de claudicación ante el enemigo, la tristeza, el orden, el poder-, listos para
firmar la paz y entregar la cuchara, agosto y cierra España.
Pues cuando la
vida cotidiana se diseña, define y regula por decreto, o rendición incondicional
o cantas el Bella ciao. Y me temo que
andamos mal de canciones de llamada.
Los quinceañeros de ahora creen que lo hacen
con el rap, aunque solo les hace mover las manos y la chepa, pues ese es otro canto
crepuscular, quizá el más triste por ser en sí de un derrotismo nihilista (y
para jóvenes), más aún quizás que aquellos cánticos nuestros de falsa rebeldía
(y escéptica libertad) de los 60. Todo sigue, pero a peor.
Y es que los deseos no nos dejan ver la realidad, que es que todos los días
regresamos al futuro, al frío porvenir, por mucha ola de calor que tengamos, a
un futuro incierto y rapaz. Y cuanto más nos neguemos a verlo solo como una
pesadilla de pasado temporal, y que la tierra gira y que no es de noche sino de
día y que no amanecerá sino que aún anochecerá más, y nos preparemos para ello,
para el crepúsculo, y no para el orto, más nos darán por él. Porque además de
alba significa lo otro. Y porque, como dijo el poeta, ya es de noche.

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