lunes, 3 de agosto de 2020

Cinematontunas: ¿Qué hay de nuevo, viejo?


Como no soy mitómano y sí bastante iconoclasta bien podría parecer deleitosamente malvado por mi parte el poner de relieve a continuación las curiosas concomitancias entre dos obras de dos grandes cineastas, también para mí, como son Harold Lloyd y Blake Edwards, y sus películas, respectivas, Crazy Movie (Cinemanía, 1932) y The party (El guateque,1968). Pero nada más lejos. 

Solo se trata de constatar el hecho muy reseñable de que nunca he visto la mínima referencia crítica o comparativa, pese al evidente parecido, sobre todo en los tres aspectos fundamentales, como son planteamiento, nudo y desenlace, de esas dos obras.
Sí se ha podido leer que El guateque bebe en las fuentes del Jacques Tati más inspirador para que un Sellers indomaqueado (con las connotaciones que ello da a una película que hoy sería calificada de bastante racista), y cumpliendo la premisa cinematográfica del pez fuera de su medio, cometa todo tipo de desatinos superadores del Clouseau más desatado.
También se ha hablado de las influencias posteriores, bastante rocambolescas por cierto, de esta película en el Bollywood humorístico posterior (si es que eso existe), o en el más peripatético Mr. Bean dejado como legado. Tal fue su éxito y fijación como filme de culto a que ha llegado.
Quizá por ello jamás se ha mencionado el parecido con el arranque, equívocos, traspapeleos y meteduras de pata incluidos, de Cinemanía, también fundada en la premisa del pez-fuera-del-agua, aunque en el caso de Lloyd este siga su propio prototipo, ideado por él, y prácticamente idéntico, de ‘humilde- que,-trabajando-puede-triunfar-en lo que sea’ del american way of life, no sin cierta crítica (no en vano estamos en plena depresión), que en el caso de El guateque será mucho más visible y artera (y hippie, coincidiendo con la época)), aunque menos social.
Inciso: Y si nos referimos al elemento exótico, otro paralelismo de ambas películas, es muy de destacar la actriz española que hace de mala pécora hollywoodiense.
En cuanto al nudo, la fiesta a la que Lloyd acude por falsa invitación, aun resultando más corta, plantea ya una serie de gags como los camareros borrachos, la colega solidaria coadyuvante y novia en vísperas, los asistentes prepotentes y las bromas con los peinados femeninos, que Edwards alargará hasta la extenuación mezclados con otros de su cosecha, .
Y el desenlace es esclarecedor. Pese a la creatividad de Edwards –que, como todos los grandes creadores, debió ser un gran copista–, que amplía hasta lo elefantiásico el asunto de las aguas, menores y mayores, amén de las espumas; así como del buen final del filme de Lloyd, obligadamente optimista en plena crisis, que tan divergente es respecto al de Edwards, el líquido elemento sustento del guión es el agua y lo que en ella sucede, que es todo.
Una salida de madre, ciertamente resuelta de otro modo, ya que lo que se pretende en una es algo más trascendente, mientras en la segunda es diversión circense y ridículo.
El caso es que ni en el estreno de El guateque, con un Lloyd todavía vivo por esas fechas, ni siquiera por parte de las productoras, pese a ser distintas –la Mirisch, en el caso de Cinemanía; la Paramount, en el de El guateque–, ni por nadie de la crítica, jamás se aludió a estos parecidos, realmente demasiados para ser pura coincidencia. ¿Tan olvidada estaba la obra de Lloyd? En su día, Cinemanía había recaudado solo en USA el triple de su coste, más de 400.000$. ¿Silencio cómplice, quizás premiado? Ni se sabe.
Una explicación sería que el mundillo de Hollywood siempre ha sido tan familiar para sus habitantes, que son sus protagonistas, que es de suponer que la serie de acontecimientos, vivencias, rutinas y relaciones, son tan propias a todos, que hacen de esa intrahistoria suya algo intercambiable y a disposición en comandita. Es decir, algo que, pese a servir de material para guiones, en realidad es difícil reivindicar como derechos de autor puros y duros, y que simplemente dan lugar a diversas versiones, o, como ahora se dice, miradas.
Y menos mal, porque de esa manera se puede disfrutar de dos obras de arte, sin que hayan dado base a ningún pleito, ni siquiera a malos rollos (conocidos) porque si algo está claro también es que en ambas películas, lo que más reluce es la propia originalidad y maestría de sus creadores. Algo que, sin duda, es un regalo para cualquier aficionado. Y que, además, siga así el morbo de lo inexplicado. Quién da más.

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