jueves, 17 de diciembre de 2020

La fábrica

 El nuevo rector de la UCLM ha dicho que nadie se va a quedar sin estudiar por motivos económicos. Bien dicho, pues puede haber otros. En cambio para estudiar, suele ser el gran motivo, al considerar, el interfecto o sus padres, que el título será el detonador de una carrera en pos de la movilidad social (ascendente), al seguir, por propio interés, esa mentalidad asentada (y bastante trasnochada) del progreso permanente –pese a demostraciones a contrario, como el guantazo del covid, por mucho que se vea como temporal– y el posibilismo (cada vez más imposible) de una meritocracia que cada día el enchufismo, la deslocalización, el nepotismo, la robótica o la simple muerte del trabajo, se encargan de dejar en evidencia. 

Obviamente hay otros cauces que elegir como alternativas para llegar al vivir, incluso bien, como son el estudiar para saber, en la universidad, o aprender oficios, fuera de ella, pero ni caso. Está mal visto hasta hablar de ello. Sobre todo si has ido a la universidad. Así pues no seguiré por ahí. 

Pero sí diré que así es como la universidad, vista como el último y casi único refugio del aspirante a “llegar”, se ha convertido en esa otra burbuja sin pinchar por ser percibida casi unánimemente (aunque a la fuerza en muchos casos) como una de las vacas sagradas del sistema, llenándose cada vez más de futuros parados, descolocados o precarios currantes que verán difuminado su sueño de llegar a la élite, degradada cada vez más a simple clase media tira que te va, de la que salieron y apenas podrán volver tironeando con ahogos. Y si faltan alumnos, como en ésta, la nº 801 del mundo según los perversos rankings que se elaboran por ahí, pues se les ayuda para inflar las cifras, el único éxito que hoy se pueden permitir sus gestores, y a otra cosa.

Lo cual les generará –y a su entorno– más frustración y resentimiento, visibles ya en su día en los primeros podemitas, contra lo que se considera (alegremente) casta o élite, la privilegiada generación anterior –causante sin duda de lo suyo–, solo por haber tenido una oportunidad (para fracasar, como es debido), y sin más pensar reafirmarse (junto a otros de otros segmentos y secotres sociales agraviados) como dejados al margen de esa santísima trinidad vital de la vulnerabilidad, que es el conducto Niños-Mujeres-Viejos, tan a proteger por el sistema (aparte de mascotas o tamagochis), a expensas del resto, naturalmente ellos. 

Cosa que da alas a su amorodio, en especial (aunque bajo cuerda, por aquello de qué dirán) al mayor que repela el pernil de la subida de las pensiones o de su sueldo al funcionario, como detentador de una posición cada vez menos legitimada, y a la que aspira el joven, porque ya no hay nada que crear sino heredar lo que se pueda; convencidos de que este país, efectivamente, es para viejos. Al margen de que el sistema pase de niños, engañe a las mujeres o se cargue a los viejos. Eso no cuenta. Pero eso ya, como dijo Don Rudyardo, es otra historia.


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