Preámbulo para inadvertidos
(Prólogo del
propio autor aparecido en una edición pirata de un cómic con supuesto guion
suyo, que por lo gratuito, expresivo y a mano es el más utilizado)
Siempre me he
considerado un científico antes que un hombre de letras. Lo que quiere decir
que no tengo palabras, y las que tengo las emplearé para auto denigrarme. ¿Por
qué? Porque soy un zape, un pobre desgraciado.
Esto, dicho así
por alguien que se autoproclama servil para una sociedad que lo considera el
mayor de sus engendros, puede resultar cínico. Que si mis padres vieran en lo
que me he convertido, ya no venderían su par de mulas para poder matricularme
en la facultad de Ciencias y ser algo en la vida, sino que me uncirían a la
yunta como otro acémila más, aún a sabiendas de que entre ellas sería como un
tercero en discordia. Después de todo, su conocimiento sobre mí es superior al
mío propio, aunque inferior a mi desconocimiento de los demás, y así
sucesivamente. Por eso me metí a farandulero y escribí de lo que no sabía,
echando mano de mi fantasía para expresar mi pulsación científica. Y así me
fue.
Hasta que escribí este libro yo no tenía sentido de lo atroz, salvo la vaga melancolía experimentada con los suplicios de los animalillos de laboratorio de toda la vida. Dicen que si antes no me condolía demasiado de ellos, ahora, con lo escrito, me compadezco demasiado de mí mismo. Que no sé si tomar como otra indirecta para martillearme, como si no hubieran tenido bastante con tirarme de mi puesto de investigador bio-tech asociado, con la excusa de que alguien sin honor científico como yo no podía seguir al frente del programa, cuando ya tenía enjaretado, como quien dice, lo de los perritos–llavero verdes, que, ya puedo decirlo abiertamente, fijo que se los habrán dado, ya mascados, a algún sobrino de algún jefe. Y todo por una fabulita que según tengo entendido les ofendió. Que yo no me lo podía permitir, decían. Y yo no me puedo enojar, ¿no?
Cómo me hundirían
con su nepotismo, que mi pobre esposa me abandonó a las primeras de cambio
cuando, queriendo quitar hierro al despido, le nombré esa palabra, nepotismo, y
no sé qué perversión se pensaría, ¡conforme está la vida!, que se fue con el
bolso de aseo nada más –y el dinero de plástico, ahora que caigo–, sin
despedirse de los niños, yo pensé que porque siempre les había tenido ojeriza,
no porque fueran gemelos y dieran guerra para parar un carro; y era por su
recelo de que fueran clones en realidad, pues pensaba que en vez de hacerle el
amor, le había efectuado algún implante, a escondidas, aprovechándome de alguno
de sus antojos de preñada. Así es mi profesión de ingrata y, en mi caso, hasta
de trágica.
Todos se piensan
que nos pasamos el día manipulando conejillos, animalejos para crear con sus
tiernos brotes nuevos aperitivos crudos, con limón. Pero luego los llamó –mi
ex, a los niños– desde la casa de una amiga donde se hospedó, y allí estarán,
supongo, porque no sé nada de ellos, y tampoco puedo visitarlos porque la amiga
en cuestión hace tiempo que me echó para los restos al grito de “¡cruz y
raya!”, una especie de sortilegio aprendido en unos ejercicios espirituales de
una secta de vudú caribeño. Y todo por decirle que si quería verdadero vudú,
bien podía casarse.
Juro que no se lo
dije de mala fe, pues peco más bien de corteza [¿cortedad? (nota de la
edición)], como bien he demostrado y muchos podrían atestiguar, si quisieran,
que no querrán, ahora que no tengo más ingresos que los derechos de esta obra
que mi editor me escatima y el juez me tiene embargados por estar en el alero
todas esas denuncias de abandono de la patria potestas y de haberme prevalido,
para escribirlo, de textos que he birlado por ahí a escondidas, como el libro
de castas o el diccionario conceptual de meditaciones trascendentales. Como si
yo fuera un hippy plagiario. Cuando yo soy su verdadero autor, sí, lo digo bien
alto, aunque la culpa es mía por haber pretendido darles ese aire como anónimo,
y claro, ahora les salen más padres que a la patria, oh, Dios. Y si no lo
creen, que me hagan un análisis de contenido de los textos y otro de mi
contexto psicológico, o mi perfil, o lo que sea. Estoy abierto a todo. Aunque
no esté para peritaciones yo. Veo pues que ésa es otra paternidad que estoy a
punto de perder.
Si así los ideé,
como si me hubieran caído encima desde el espacio interestelar, fue para darles
más énfasis de ciencia pastfiction. Aunque en realidad fue idea de mi
editor de entonces, “que así resultarán como más... crípticos, y más creíbles”.
¡Más crípticos! El muy golfo, que no me dejó sacarles la propiedad intelectual,
y se quedó, para adelantar la edición, con la escasa liquidación que me habían
dado como indemnización laboral, diciendo que así me aseguraba la futura
participación en los beneficios. ¡Como no fuera en el de la duda, que me
persigue como un perro de presa...! Él sí que fue para mí como un trozo de
basura espacial que desde entonces sueño que me cae encima y me liquida. Pero a
buenas horas.
Mi sino se ve que
son los editores, los críticos, los demás escritores, los lectores y el fisco,
que aún no me persigue lo que yo quisiera. Por ese orden. Y la prensa, ay la
preeensaa, mald..., perdón, pero no me queda más remedio que quejarme de todas
sus embestidas –lleno estoy de sus costurones, ¡miren!–. Me han tratado peor,
pero bastante peor, ¡dónde va a parar!, que a un huelguista. Más de una
primicia sin desperdicio tengo que no he largado, y que debiera haber vendido
al mejor postor, ¡y cuántas cosas se habrían solucionado! Y no lo he hecho por
respeto al oficio de escribir y al público lector, por no rebajar más el nivel
moral, porque yo también soy escritor. Y así, cuánta complicación, Señor.
Prometo que es verdad. Ya que jurar no es propio de científicos, que en el
fondo también me siento todavía.
Al día siguiente
de salir a la venta la primera edición, dos días antes de su secuestro, el
encargado de reseñarla no sólo se disculpó por no haberla leído antes, cosa que
en aquel instante no entendí. Luego me explicaron que a veces le hacían ese
favor a algunos editores y escritores que podían sufragarlo..., aunque me dio
las gracias por mi nueva línea de investigación, y cito palabras textuales,
“del orden interno o molla del contenido”. Hasta ahí, extraño, pero bien. Pero
aún quedaba mucha, pero mucha reseña (de hecho, varias páginas).
Conforme mi
emoción me permitió avanzar en su lectura, me enteré de que se trataba de un
seguidor de los nuevos filósofos franceses, y que su en principio atinado
criterio se había parado en el filón de mis distracciones como en un stop. Como
ustedes comprenderán, mi pánico de triunfador momentáneo mutó en horror por la
quiebra que presentía. Y menos mal que se paró del todo y no descubrió más
filones, como mi declaración no sé en qué revista japonesa –la costumbre era
verter las opiniones más arriesgadas en los escenarios más exóticos de la
neoliteratura– de si la vida era algo más que conservación o conversación. Fue
un bombazo. No me importa decirlo, pasado lo pasado.
Los orientalistas
de medio mundo se me apuntaron como si fuera a dar una paella, nombrándome
heredero máximo de Confucio, que es algo así como par de Francia pero en non. Y
ello, sin necesidad de conversión ni hacer ningún cursillo espiritual de
escritura ideográfica ni cosa parecida. Los de la escuela tai chi de escritura
rápida me hicieron socio honorífico y me dedicaron unas camisas serigrafiadas
para las que, como uno tiene su corazoncito, no pude negarme a enviarles una
foto de cuando mi servicio militar. Y al verme tan joven propalaron que era la
reencarnación del Gran Lama. Y entonces fue cuando se inició el verdadero acoso
y aquellos chinos de una lavandería me persiguieron, yo creí que por los trucos
que hacía en las máquinas para ahorrarme unas monedas en el centrifugado de mi
ropa, hasta que uno de los pocos amigos que aún me apreciaban después de mi
éxito me explicó que podía deberse, aparte de la mucha tinta que desteñían, a
un compló a escala en toda regla. Y me quité de la circulación una temporada,
hasta que pasase aquella fiebre amarilla, dicho sea sin ánimo de ofender. Más
tarde me enteré de que me anduvieron buscando meses para liquidarme los
derechos devengados por todo aquel pitote, y en vista de mi desaparición,
sobreentendida mi renuncia a ellos, los mandaron donar a una ONG residual de
Enfermedades por Contagio. Que no es que dude yo de que fueran a parar a buenas
manos, pero las mías tampoco era mancas, y, dicho sea de paso, yo era ya casi
una ONG, ¿no?
Bueno, pues para
no cansar más, todo venía de ese párrafo en el que los críticos del Círculo de
Fuego, al que más adelante me gustaría dar unas puntadas, calificaron mi pose
ante la hoja en blanco como una “paráfrasis de lo presocrático ante la
aparición del hombre virtual y su acción”, de lo cual yo quedé muy honrado pero
igual que estaba. Aunque, pensando y pensando, presumí que se referían a mi
dilatada recreación del punto crítico (de sal, decía mi ex) de comunión entre
la naturaleza y el hombre antes de andar perdido éste en la intuición de otras
aclaraciones no latentes o diferidas distintas a las de la cualidad misma de la
materia. Pero qué va. Mi gozo en un pozo cuando me dijeron que lo que yo hacía
en realidad era una apología de Bergson.
Yo me escondí de
nuevo y llamé a mi abogado oliéndome lo peor, pues el citado (me sonaba) podía
ser un viejo acreedor o un líder de un grupo terrorista dedicado a hacer
atentados cinematográficos o así. Pero mi defensor se enteró y me trasladó que
tal señor era en realidad uno de los míos y había afirmado que el elam vitae de
los animales se realizaba por el instinto, de ahí que en las sociedades
cerradas predominara dicha pulsión. Que me alegró un montón y me devolvió la
tranquilidad, pero del dinero perdido, ni un ochavo.
Yo sé que ya nadie
me creerá y además dirán que no guardo ni el debido silencio corporativo. Que
soy un bocazas. Y un idiota. Y lo seré, pero es que esto es un asco y me dan
ganas de tirarme por la ventana, si no fuera porque mi ruina la vivo destrozado
en un bungaló rodante, del que me quiere echar el administrador porque dice que
le doy mal fario a la vecindad, que por cierto es de parejitas de ocasión que
vienen a hacer sus necesidades y se ve que las deprimo con lo mío.
Él dice que
comprende, pero no sé. Me mira así como si ofrecieran por mi alguna recompensa.
Cuando lo que nadie quiere es tenerme a su lado, porque es que yo estoy seguro
de que se me nota lo medroso que me hallo desde que sé que no valgo para nada,
según me dijo mi madre, con la que logré hablar el otro día a cuatro mil
kilómetros, y que sigo siendo el mismo, como un libro viejo de álgebra, que no
sirvo más que para dar problemas, un llorón y un pobre y que me alejara de
ella. ¿Aún más, mamá?
Me entró así como
un síndrome de frigorífico vacío, que me sentí morir. Pero ya se sabe: padre e
hijo, familia larga. “Renegado, cambianombres. Pero a ver a quién conoces tú de
la familia que se llame así, Darwin, so tonto. Tú lo que quieres es que no nos
relacionen. Pues mejor, Darwin. Que te aproveche”. Y colgó. Hay que ver cómo es
la vida. Es como…, la vida es... –si es que es–, ¡una pesadilla ambulante! Y no
lo digo por los bungalós, que por otra parte quiero abandonar en cuanto pueda,
porque algunos no llevan el dispositivo de seguridad, y con el traqueteo de las
parejas en las vagonetas, el otro día uno echó a rodar y por poco se estampa
contra el mío. Contra mí, que pienso que la carne es un vertedero
mortificante... ¡Qué irónica es mi vida! Cuando no es una elegía, claro.
No quiero que esto
sea tomado por lírica llorona, o lamentos de viudo, ni tampoco que se deje esta
lectura para acudir a una cita con el dentista. Soy consciente de que lo mejor
que le podría pasar a mi libro es que nadie pudiera pegar ojo o levantar cabeza
con él, o cualquier otra frase hecha, en fin, no sé…, pero sí quiero dejar
claro que estoy aplanado, entre otras cosas porque no sabe nadie lo que me
costó estudiar, porque al haragán y al pobre... Pero, ¿y luego, para
colocarme...? No me quiero ni acordar.
En el barrio
hicieron una cuestación, yo pensé que para comprarme un traje para mi primera
entrevista laboral y resultó ser una porra apostando a que tardaban menos de
cinco minutos en deshacerse de mí, o que me contrataban (ése era el reintegro
de la porra) pero como animal de laboratorio, puesto que era un pupas. Mi vida,
está claro, ha sido un constante vaivén ánimo–desánimo que sólo logré apaciguar
con mis libros. Y a los hechos me remito.
Ciñéndome a éste
de ahora, mi propósito era enmendar mi propia chance en aquello en que
había volcado, literalmente, mi carrera como científico. De manera que no
acepto la calificación de fatuo con que alguno de mis excolegas me zahiere: que
si no había tenido bastante con vaciar varios presupuestos para organismos
vivos sacrificando las pocas ranas que quedaban de una especie en extinción. ¡Y
yo qué sabía! ¿No me lo tenían que haber comunicado los de Recursos Técnicos?
Lo lamento profundamente, casi como ellos, pero tengo que decir que mi estudio
sobre los orzuelos estaba muy avanzado cuando, por las quejas de unos y otros,
me exigieron, por imponderables, reanudarlos en sapos de laboratorio, esos
intratables señoritingos incapaces de sobrevivir si no es en agua mineral (con
gas), cuyo intenso croar trasnochador me producía una jaqueca llorosa por la
que todo el mundo me tomaba a chirigota y hasta me ponían apodos, los más
grotescos y por los que era más conocido, con sonidos familiares a mi nombre,
como tío ñoño o el de Truño.
Si iba por un
pasillo y me cruzaba con dos o más compañeros, en vez de saludar, uno gritaba:“¿Qué
es un truño?”.Y otro contestaba: “!Mierdas como puños!”. O si no,
cuando el oculista me dijo que tenía un ojo gandul, por el parche y todo eso, y
me pusieron el Linternas. Muy graciosos.
Siempre me han
hecho la vida imposible, yendo avasallado de jolgorio en jolgorio ajeno. Y así
pasaba, que me tenía que llevar el trabajo a casa, y claro, me echaron fama de
cerdo y asqueroso, con mi hogar lleno de diversas alimañas y su porquería. Y a
ver quién le explicaba al vecindario que algunos de ellos no eran exactamente
animales, sino inventos biológicos. Y que la mierda era la mierda y ellos
también sabrían lo suyo de eso. Y lo en evidencia que quedaba mi mujer, que
desde eso creo que me la tenía guardada.
Al obtener tan
pocos resultados fui tomado por ocioso. Y eso ya no lo soportaba. Porque yo era
diligente como el que más en una empresa sufragada por el Gobierno, en la que
se almorzaba y se tomaba café de lo lindo, ¡y yo no lo hacía! Y aún así tenía
remordimientos de conciencia, que fue por lo que pienso que me puse a escribir
libros. Para liberarme de toda esa angustia de sentirme menos que un ser, un
ente con nómina y todo eso.
Por lo demás,
quería ver de llegar por la compuerta de la imaginación allí donde lo más
avanzado de la ciencia puesta en mi mano me negaba. Un puerto en el que amarrar
tan profundo que obrase el milagro de desengancharme de Internet, a la que me
había asido huyendo virtualmente de mi falta de logros en la vida real y por
verla tan oscura, cayendo en la cuenta de que era más fácil inventar unas
páginas en el confín de los sentidos donde prender mis amplios conocimientos,
que estar viajando todo el día por otras más acá de la piel, que nada aportaban
a mi anhelo principal, como el origen social de la vida, la búsqueda de la
religión, la noche de los tiempos o la perfección consagrada en la muerte como
vehículo hacia la conciencia de sí y del cosmos. Lo demás estaba chupado.
Yo conocía lo
bastante a algunos animales domesticados, por mis visitas a la sección
veterinaria y los chismes, irreproducibles aquí, pues no quiero hacer más daño
del que ya hago, de su encargado con aquel olor a orín de caballo que siempre
embrumaba su cuerpo, especialmente sus manos. Desde entonces he tenido a esos
equinos por animales demasiado confiados, al dejar su reproducción en manos de
tales mamporreros no especializados.
Se aprendía mucho
allí. Casi tanto como en La Red, pero más a lo vivo. Y me puse a la faena de
construir una hipérbole, o varias, según diera de sí, para responder a mi
personal cuestionario de si esos animales u otros podrían alcanzar algún día
una autonomía neurológica autoeficiente. Y si tal cosa era posible, si vendría
encarrilada por la vía de la comunicación como fluido clave, presente ya en los
diferentes escalones operativos; desde la infobiología a la tecnoetología, o
desde el gen hasta las últimas fases del manejo por los humanos de la
transformación animal (y no me refiero a la cadena de despiece).
A esta obra, yo
pensaba llamarla Animalada, en homenaje a mis influencias epopéyicas
sesentayochistas, con su toque de mensaje, lírica impregnada de inquietudes
sociales y toda la vaina. Como la gran parábola con la que zurrar a mis viejos
fantoches y ajustar cuentas con todo lo que de lamentable ha tenido mi
vida.
Al primero y
último que le conté toda esta cuita alentada en mi cerebro, fue a un viejo
profesor de Ciencias Naturales, que me preguntó que, si eso era lo que me
proponía, por qué no incluía a los humanos mismos como animales de granja con
raciocinio potencial casi probado. Y emitió una risa carrasposa. Yo comprendí
que uno de los dos había perdido la chaveta. Y como no quería aceptar ser yo,
me marché en silencio. Y en silencio me puse a escribir mi historia. Aunque no
fue un silencio absoluto, mudo, pues la cosa me coincidió con una orquitis que,
como era de esperar, fue el hazmerreír de todos.
No satisfechos con
mi ruina profesional, me perseguían hasta asegurarse de mi extinción diciendo
que vaya con el Truño, y eso que parecía una mosquita muerta, “en cuanto lo ha
dejado la mujer se ve que se ha ido de niñas”. Y que si ahora me gustaban los yogurcitos.
Cuando yo siempre he odiado las golosinas. O que si con dos hijos que tiene...
Que era lo último que podía esperar, desde que mi madre me dijo, no bien
acabado mi jardín de infancia, que la comadrona que la asistió en mi parto le
había confesado que nada más verme me descartó como futuro modelo de ropa
interior.
Eso, por un lado,
que tampoco me estremecí, dado que la ciencia nos prepara para todo. Y que lo
de mi orquitis no era para tanto. De hecho, fue completamente accidental, y que
un cierto humor puede ser hasta lícito, pero lo de las cepas era pasarse.
Primero, que si no
sabían que yo fuera tan bragado, o que tuviera tantos pelendengues, no me
acuerdo; luego que si el Huevón, más adelante que me hiciera donante.
Todo esto, por teléfono, claro. Y tratando de hacerlo a cobro revertido. Pero
cuando ya me hundieron en lo más profundo del foso, fue al decir que yo, en
realidad, era un terrorista por mi cuenta que me había dedicado a fabricar
cepas caseras de un virus con el que quería atacar al país o incluso vendérselo
a una secta y que, al no tener fondos para cobayas, me lo había inyectado yo
mismo para contagiarlo, y que el Dios verdadero me había confundido y
castigado. Yo, equiparado a Jekill. ¡Qué alegría! Pero luego, juro, quiero
decir prometo, que me avergoncé.
La culpa,
naturalmente, la tuve yo por ir al médico de la mutua, que me cubría los
primeros años de desempleo. Y enseguida propagó mi enfermedad por toda la
empresa. No quiero decir que tuviéramos un contacto carnal, ya que nos
detestábamos mutuamente –aunque, ahora que lo pienso, mi ex y yo también lo
hacíamos y ya ves...–;. Quiero decir que además de hacerme todo el daño físico
que pudo, lo intentó con el moral, y vaya si lo consiguió, haciendo de mis
males huéspedes, para cuyo tormento yo me armé de estolidez.
De todo esto me
enteré por los agentes de la seguridad nacional –una tía que estaba como un
queso, por cierto– que se presentaron en mi casa a las dos de la mañana para
pillarme con las manos en la masa, según confesaron, que no sé si esperaban que
me estuviera palpando a esas horas entre gemidos que no pensarían de placer,
supongo, cuando lo que hacía, lo recuerdo perfectamente porque creí que era
llegado mi último suspiro, ya que me dieron un susto que aún me dura el
sarpullido, maldita sea mi estampa…, era terminar el tercer capítulo, que me
dio una guerra..., y me pusieron tan nervioso que cuando me acusaron de lo de
las cepas, yo, que no soy dado al alcohol, aunque no sea estrictamente
abstemio, comencé a temblar y canté de plano lo de la pequeña viña que había
heredado hacía años de un tío abuelo, cuya renta no me alcanzaba ni para
refrescos de mosto.
Fue diabólico
aquel trago. Y me costó lo mío quitármelos de encima. Cogí tal trauma que,
debido a mis bajos ingresos, no pude ir a tratarme al especialista, hasta que
se me curó solo, quizás por eso. Así es que, como pude, entre quejidos de
dolor, fui escribiendo mi obra, a la que espero no haber transferido mi
incontinencia sufridora, y de la que, en general, estoy bastante insatisfecho
salvo en lo que de desagravio tiene por las muchas perrerías que me he visto
obligado a hacer a los animalejos de laboratorio. Aunque siempre fue cumpliendo
órdenes. En cuanto a su itinerario editorial, la verdad es que, con mis
antecedentes, lo mejor, una vez llegados a este punto, es que ni lo mencione.
Los lectores
observarán también un tufillo filosófico. Nada de cuidado. Como ya he dicho,
con él he querido representar el viaje, un tanto autobiográfico también, todo
hay que decirlo, de unas especies que caminan sojuzgadas por los mitos y
leyendas que caracterizan la dicotomía entre lo etéreo y lo material, hasta un
mundo regido por una serie de preguntas sin respuesta, que no vienen a cuento y
que, como los lirios del valle, surgen cual explosiones fortuitas cada
primavera sobre la vida, la muerte, Dios y el lenguaje, y que si las pensamos
por ejemplo en la cola del cajero del supermercado, no son nada preocupantes.
Sí diré que lo único que traté al
acercarme a la génesis de esa refundación animal, fue fundirme con ese momento
permanente que es el bigbang de la eterna recreación, para atraparlo y
homologarlo –la patente siempre es lo más importante–. Ejercer de Dios unos
minutos, y presenciarme como tal. Hacer de mínimo común múltiplo y máximo común
divisor. Y echar leña al fuego de los cuentos con más cuentos, el líquido
amniótico que engendra toda nueva épica, artificiosa tal vez, qué remedio, pero
la única de la que dispongo ya, sin mujer, sin hijos, sin trabajo, sin amigos,
y que, por una simple regla de tres, yo me aplico como un bálsamo sobre mi
propia vida de almorrana salida de madre, por sangrante que sea, para diluirme
en el universo y ser eterno de algún modo. Y perdonen.
K&F
Schrñ
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