La apropiación de la historia como propaganda, a la que tan dada es la socialdemocracia europea en cualquiera de sus versiones, izquierdista, liberal o mediopensionista, es también una nostalgia autoflagelante utilizada como venganza fustigatoria sobre sí misma en función de su pecaminosa conciencia farisea, pero cumpliendo además un papel fundamental para su supervivencia como primera necesidad, aunque sea a costa de estar cada día peor, y lo hace reivindicándose en esa misma historia re o degenerada, eso sí, debidamente edulcorada y mitificada a sus conveniencias, que es cultivada como una eucaristía en fechas señaladas para, al ensalzarla, ensalzarse a sí misma. Y ya. Amén. Se acabó el cometido.
La gran excusa utilizada para todo este viacrucis representativo, o auto sacramental eurobonístico -por lo del buenismo, aunque también por los bonos- es la dichosa memoria colectiva, que de colectiva tiene ya muy poco. Pero, bueno, para que no se nos olvide de dónde venimos y tal, aunque cada uno provenga de su padre y de su madre. Y aunque otra cosa sea adónde vamos, ahora que dicen que vamos juntos. Vamos a dejarlo ahí.
Dentro de ese historicismo mágico, vacío, inerte pero trabucaire y peligroso, de raíz netamente fascista, pues su práctica empezó ya con los nazis, si bien su culto posterior se haya extendido, por lo práctico y rentable que ha resultado ser, a todas las ideologías sucesoras del contrato social forzado por EE.UU tras la guerra, destacan primorosamente esos actos a los que acuden prestos a poner ramos a su florido pensil tanto las víctimas como los verdugos del invento.
Entre todos, descuella como un señero jacobeo holocáustico el que ha sido designado como epicentro del asesinato como forma de desarrollo humano bajo el fecundo lema de “el trabajo os hará libres”, o sea Auschwitz, esa misa del año, que este cumple como año eucarístico, peregrinando a su lugar a poner cara grave los herederos de ambas partes de la infamia. Y ya. Amén. Daos la paz. Te adoramos, Señor. Podéis ir en paz. Hasta otro año.
Y así, otro año más se cumple la comunión en recuerdo del genocidio, mayormente judío por parte de lo más señero de la cultura europea de aquella época. Y otra vez, con golpes de pecho y el “nunca más” como letanía, se preguntan sus mercedes (aunque todos van en jet oficial) cómo pudo ser aquello. El horror. Y desgranado además a conciencia, tecnológicamente, haciendo del mismo un destilado secular de la razón práctica como sistema filosófico, y una quintaesencia de la lógica, convirtiendo así a la razón y la lógica en herramientas depuradas hasta constituirse en máquinas aplastantes de picar carne. Por todo lo cual se pide perdón un año más a sus víctimas. ¿Por la razón y la lógica o por su aberración? Y las víctimas, muy en su papel, lo aceptan, pues el holocausto lo merece.
Mientras eso ocurría un año más, miles de palestinos regresaban a pie y en multitud a su Auschwitz de Gaza para contemplar su propio genocidio, en vivo y en directo, en su tierra hecha tumba. Para verlo quizá por última vez. Pero nadie los mencionó como holocausto. Nada que conmemorar en mitad de la ruina. A lo mejor, dentro de cincuenta años (si es que las ruinas siguen ahí como monumento y no han desaparecido para convertirse en algún parque temático junto al mar). Quizá porque, al contrario que a los judíos, el trabajo no los hará libres. Y es que hay gente que no sirve ni para figurar en genocidios.
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