jueves, 22 de mayo de 2025

Los atlantes (2005)

 

Los españoles dejamos abandonados 98.000 perros, que se dice pronto, el año pasado. Ya saben: ese nuevo deporte nacional que muchos quieren hacerlo olímpico sin más tardanza para Madrid 2012, de comprarle al nene un cachorro, porque ha visto esa del perro con nombre de músico (todos hemos visto alguna de perros en nuestra vida) y una vez que aquello crece y saca a relucir el animal (o persona) que lleva dentro y empieza a poner la tapicería llena de pelos, a darte lametones en todas partes menos donde más se agradecen, a obligarte a salir a mear sin gana, que no te sale, como si fuera para un análisis, y a tener picores pensando que puedan ser pulgas, a las primeras vacaciones, aprovechando que son los segundos en saltar del coche en las paradas para cambiar el agua al canario, lo dejan en un ribazo y santas pascuas. Los hay que tienen suerte y les dejan al abuelo para que les haga compañía, pero la mayoría pringa de una u otra manera.

Bien es cierto que eso está dando lugar a una industria, un nuevo polo de desarrollo, tanto material como intelectual, que no está nada mal. Se trata del novedoso ramo, que antes se decía, de las asociaciones de acogida, las guarderías y residencias o los cementerios para perros, con todo lo que ello supone de subvenciones, puestos de trabajo y circulación del capital. 

El negocio avanza inexorable e implica cada vez a más profesiones, que es el indicador clave de los sectores en alza: veterinarios, zoólogos, biólogos, fisio(y psico)terapeutas de perros, diseñadores, entrenadores, farmacéuticos, arquitectos, auxiliares de clínica, dietistas, etc, acercándose en importancia al sector de referencia, el que, digámoslo en términos perrunos, le hace de liebre, cual es el orillamiento de los mayores o minusválidos, que cuenta como ventaja para ir en vanguardia el tener a su disposición muchos más ejemplares abandonados.

Pero si hay un campo con el que el abandono de perros interactúa incidiendo en su desarrollo vertiginoso es el de la pesadumbre, ese peso sobrellevado de origen  no bien estipulado, y claramente mejor definido con aquel regomello del sur o descontento contenido y sin resolver, que está en el origen de muchas de las movidas con que hoy se gestiona la vida cotidiana, tan repleta de sucedáneos, con los que no nos acabamos de aclarar, pero por otra parte tan lógicos al haber sido sustituida la conducta por el estilo, la moral por la ética, la religión por la ciencia, y sobre todo la pena por la alegría. La obligación de estar alegres lleva a que un triste sea hoy lo más subversivo, y que quien no muestre contento por vivir en el generalmente aceptado por todos como el mejor de los mundos, sea tachado de insurgente, y cunda la mayor desconfianza hacia él.

El regomeyo es en mi opinión la clave para entender toda una serie tanto de comportamientos como de actividades prácticas, de gran importancia en el desarrollo socioeconómico, en los cambios en la mentalidad y los modos de vida. Obligados a decidir y actuar sin reparar en las consecuencias, poco a poco hemos ido arrinconando la mala conciencia de los actos dudosos, por demodé, haciendo bueno a todo el mundo, pues no podemos ir dándonos golpes de pecho, o no ganaríamos para traumatólogos. Es curioso que en una época con superávit de conciencia, de allá nosotros, pues todo, familia, hijos, entorno, bienestar, educación, entendimiento social, todo ha pasado a depender de nuestra propia, abrumadora e intransferible responsabilidad, apenas nadie se sienta con mala conciencia –lógico, o no se podría ejecutar el programa–. Pero también hemos llegado a dudar de si nuestras actuaciones en conciencia no hubiera sido mejor dejarlas pasar, a la vista de lo nefasto de sus efectos.

Obligados a ser Atlas apurados y precarios, con la bolica del mundo a cuestas, arrumbamos fracasos y desastres, sin tiempo para gestionarlos, porque otras tropelías nos están esperando, cargándolo en el inventario interior, que es lo que nos maúlla y nos sitúa en ese constante regomeyo que nos hace ir por la vida soltando lastre, ya sean perros o ancianos. Pero sobre todo nos inestabiliza. Lo que, por raro que parezca, genera riqueza. Si hoy día las multinacionales tienen una guía para detectar las necesidades de la gente es el dicho Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. Por ejemplo, el móvil. 

En un mundo mejor comunicado sería impensable tanto móvil. En teoría, el artefacto está pensado para mejorar la comunicación en movimiento. Pero resulta que luego se enganchan a él los que necesitan de una mayor atención. En otras palabras, los que más hablan por el móvil son los más incomunicados. Y no es que lo resuelvan hablando; es que utilizan ese continuo parloteo como sucedáneo de la comunicación. De este modo, las multinacionales telefónicas se equiparan a las del tabaco, explotando la incomunicación como una droga que apagan de momento, regenerando su necesidad. 

Sólo que a este trapo del móvil ha entrado todo quisque, porque resulta muy vistoso hacer como que mantienes una constante conexión con las personas que supuestamente más te interesan, y muy bonito eso de decir que tienes una buenísima relación con equis, sólo porque te pasas el día preguntando y respondiendo chorradas que son como la visita del doctor, cumplimientos, salidas del paso y rutinas que evitan en realidad tener que entrar en materia y hablar de verdad de lo que importa con quien te importa. En ese sentido, el móvil ha ampliado ad infinitum el distanciamiento entre personas supuestamente afines, que la línea telefónica medía antes en metros.

El aislamiento hoy se mide en microondas. Pero también en somníferos, en Prozac, en compras compulsivas, en orgías de colesterol, en huidas sin límite.  Pero todo eso no son sino manifestaciones del regomeyo como equidistancia entre la mala conciencia y la satisfacción, que hoy sobrenadan en la duda viscosa y permanente. Un regomeyo que, como Atlantes dejados de la mano de Zeus, es el fruto del peso de un mundo demasiado aplastante que muy a menudo nos sobrepasa haciendo preguntarnos si servirá para algo llevarlo a cuestas. Aunque mejor no preguntárnoslo, porque eso nos causará más regomeyo.

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