martes, 12 de agosto de 2014

El follapavas

Medio siglo después, Juanito Romances miró por la ventana del aula que daba al patio y vio que no llovía. Amagos tormentosos. Últimamente el tiempo amagaba más que un boxeador chungo. Como él mismo de zagalucho, cuando le dio por calzarse el cuero y desafiar en alguna calle perdida o en la alameda a todo aquel al que tenía ganas. Y al reencuentro de la lluvia le entró una seca somnolencia con cara de tonto de baba, de la que lo sacó a tirones del bajo de la chaqueta el niño que le pedía ir a mear.
Era uno de esos niños arrinconados, introvertidos, de videoconsola. Pero aún así pensó que querría darse un garbeo o enfollinar a la portera o incluso largarse a la alameda casi lindera con la escuela, en la hora blanca de su libertad.
En realidad, Juanito Romances pensaba en él mismo. Y su cerebro más de moviola que de maestro se transportó una vez más a aquel lugar donde le había nacido su sobrenombre a la temprana edad de diez años cortos, por su precoz tendencia a aviar pavas detrás de la galera de una vara que disfrutaba del descanso eterno en un ángulo del inmenso corral ovejero de su casa conocida como del Gavilán, novelesco nombre oscurecido por una cantidad tal de piojuelo, que la madre le tenía puesto al recinto un interdicto permanente que le prohibía retozar en él a sus anchas.

Esto no le impedía ser portador habitual de los bichos, lo que hacía de su madre una experta desparasitadora, para lo cual se ayudaba de su traidor hermano, siendo por este motivo sonadas sus zalagardas con el zaino primogénito, que lo llevaba por el camino de la amargura desde que lo pillase entre las dos ruedas del desvencijado carruaje, agarrado y con la cara más zalba que una de las ovejas del redil, a una pavita blanca que se retorcía tratando de escabullirse del aguijón aún de pavito en pleno plan de desarrollo del avispado romeo.
Aquello iba a inaugurar un largo historial de humillaciones y risotadas fraternas. Y una canción que siempre le cantaba a voz en grito, para fastidiarlo y recordarle sus inicios: “Una pavita blanca, como la nieve…”. Ni el mismo día de su boda, a la que Juanito acudiría ya de rigurosa sotana, se había cortado, cantándosela al oído.
Pero aquella primera vez, quizá poseído por la limpia encomienda de su madre de vigilarle, la emprendió a capones en su cabeza apepinada, liberando así de su escroto al otro pobre animal, hasta que alguien con intenciones menos sexis se hiciera cargo de él en Navidad, al grito de “¡Maldito follapavas!”. Así le inauguraron el mote.
Acceso norte de la Fiesta del Árbol hace unos años,
          con el Tubo al fondo, antes de la última fechoría
        del enésimo y penúltimo follapavas político.
Extramuros de la ciudad, los nombres propios no acababan de cuajar. Pero su madre jamás pareció enterarse de la causa de su insistente piojera. Y eso que el principal pregonero del evento era el zote de su hermano, que lo zaleó todo lo que pudo, y la palabreja. Así fue que le llevó tiempo comprender una de las artes maternas: la discreción. Y otra menos etérea: su manejo del estropajo, de pura estopa para estezar su piel con jabón de pringue, que era como lo estragaba a la más mínima cochinada, sin valerle las zalás que ingeniaba para eludir tan eficaz combinación.
Cómo no le esquilmaría la pellica. Pensó con calma antigua en un vado de sombra que una nube replegó sobre el patio de la escuela enjabonado por el sol inclemente, al que la marquesina servía de anaquel para descanso de los rayos posados cual palomas al mediodía.
Su taimería hacia la higiene era anterior al piojuelo, de cuando su abanto, licenciado y saltacequias chache se metió guiscón en la cuadra a inteletar entre las vacas que ordeñaba el padre, con un junco del ribazo del canal vecino y zalamerías del estilo de “papa, la cuernimocha, la Estrella, mucho es que no esté movía, y rabicaliente, que corcovea como en amor”, y que no era sino repetición de lo que oía a su progenitor, que reía ufano mientras extraía gobanilla abajo de los pezones hasta el cubo chorros de leche con la maestría alternante de un metrónomo, en una monótona sinfonía galáctea que suponía la diaria supervivencia de su prole.
De vez en cuando, hasta en invierno, alguna mosca caía en aquel caliente nevado. A él le gustaba verlas caer y pintar el blancor con su tiñosa temeridad, paseándose junco en mano como un tratante entre los animales. Y el padre, tan hueco con sus observaciones de ganadero avezado.
Eso mismo hacía cuando una de las vacas cabeceó con una paja en la boca. Otra patinó en sus propias plastas y se le vino encima. Su padre fue a decir: “¿Pero es que no te puedes estar quieto con la varica?”. Pero una tercera, nerviosa con tanto moscón, sin darle tiempo a salir del atolladero, ya le había tirado un directo en corto con la pata zoca, mandándolo de costado varios metros más allá. Sólo que antes de aterrizar había tenido tiempo de rebozarse en el estiércol, que no se sacaba hasta que los animales se tranquilizaban almorzando. Cuando su padre se fue a por él, volcando la banqueta y alguna leche, por la mar arbolada de las prisas, ya era una croqueta de mierda.
El padre lo recogió, lo tanteó, se aseguró de que todo era un susto y, viéndolo aún con el junco en la mano, dio por clausurado aquel día en las basuras con su en adelante célebre cita familiar: “me cagüen la varica de la hostia”.
 Años después, cuando los americanos habían subido ya a la luna, cada vez que su hermano lo sacaba de tángana, Juanito Romances contraatacaba: “¿Los aspronautas amerizan o amerdizan?”, tratándolo de deficiente mental, pues aún no se tenían noticias de lo políticamente correcto. Pero sí del estropajo de esparto y el jabón de losa con que su madre, llorando aún del sobresalto de verlo embreado en mierda de la mano de su padre, lo lijó en un caldero, al grito de “¡Dios mío, cuántoo, cuántoo!”, mientras él trataba de levantarse chillando:“¡Que quemaa!”, y ella lo remetía a tirones y admoniciones del tipo de “¡me vais a enterrar!”, y tal, mientras él sollozaba con lágrimas de cocodrilo.
Durante días la cara de su hermano tomó un color teja, y meses después aún se asustaba cada vez que la nariz de su madre se le acercaba torcida de agrior. Y para siempre ya, si a Juanito Romances le daba cierto repelús el agua en general, ni la caliente sería del gusto de su hermano. Y contra ella despotricaba el día aquel que, cráneo al cero, morro tieso por la pérdida de las colonias allá en la galera y nada más encima que unos pantalones de loneta con tirantes ojalados que permitían a su madre una persecución más eficiente de la roña, Juanito huía de la quema a su selva natural, el parque lindero con su casa, encorajinado por la adversidad para emprenderla allí con otra vaina.
La alameda retozaba gozosa en su propia sombra que a penachos se descolgaba por la marquesina que las ramas de los chopos machiembraban sobre las regueras, con su silbo de hojas plateadas y su dulce meneo sanjuanero, que hacían del sol de junio un astro bonachón.
Pensó en botar al agua el barco de corteza de pino viejo modelado con su descuernapadrastros de cachas rojas.
Pero mejor no entretenerse. Su cerebro, aquel nudo de tocón como lo calificara su maestra, lo que necesitaba era adrenalina. De modo que encauzó su andanza más allá, donde los maletillas apuntaban alguna manera con el testuz de toro montado sobre la horquilla de una rueda de bicicleta. Pero tras unas tuyas, adormecida entre los trinos, lo reclamó una discutiña.
Tres zaramingos disputaban leguleyos sobre si una canica de cristal –que le pareció preciosa– estaba dentro o fuera de la raya del cenao. Se dirimía una perra chica. “Estás cenao y ya está”, decía uno medio escuchimizado con el que había coincidido en el marro las noches del verano anterior. Y otro, retestinado y agañanado, no permitía: “Pues cojo mi perrica y me pierdo”. “Y una mierda vas a coger. A que me quedo con la bola”. “A que te tiro una hostia”. Y cuando se iban a enganchar, ante la mirada del tercero, algo más guarín, Juanito salió corriendo del seto y, sobre la marcha, cogió la bola que le había hecho ojico, ahogando así sus penas de corral.
Parte de la Fiesta del Árbol y la salida a Ciudad Real
             vistos desde el Tubo, recién construido en los años cuarenta.
Los otros no se quedaron quietos. A un tiempo, salieron tras él con la intención de ponerle la cara tomatera por haberles hecho la gornú tan vilmente. Y como las piernas no eran su fuerte, el más cachicán no tardó en agarrarlo por la cruz de los tirantes y tirarlo en una longuera de desagüe del pinar sarnoso de más arriba.
De primeras y al mismo quedarse supino sobre él, el azacán le mandó tal recado con la mano abierta, que al hacer por esquivarla, volvió a Juanito del revés. Lo que el otro aprovechó para hacerle una llave: “¡Suelta la bola, mentecato!”. Y él, quizás por no saber de qué iba aquel insulto, pensando que el gasón lo habría sacado de algún tebeo, se metió la bola en la boca y se la tragó.
“Aibó”, dijo el ensapillado. “Copón”, dijo el guarín. Pero el interesado lo enganchó del cuello, y como la bola ya estaba en el desagüe, ante un atónito Juanito, empezó a buscarla por el suelo, hasta que cogió algo que Juanito, con tanto batán, no supo discernir. “¡Sujetarlo!”, ordenó el pecholobo, poniéndoselo bajo sus narices. Y entonces sí que lo vio.
Lo que le arrimaban a la boca era lo que enseguida clasificó como zuruto auténtico de perro. Y empezó a patalear y gritar desesperado. Entonces lo tumbaron y el torturador, ya sobre su panza, le conminó: ”¡Tú te has tragado la bola,  pos ahora te vas a comer esto. Toma!”. Y empezó a restregarle el zuro, sólo medio seco, por el apretado morro que apartaba poseso, en medio de alaridos.
Sus apresores empezaron a gesticular asqueados al ver el bigote de excrementos que se iba formando sobre el preso, y el escuchimizado desertó en el momento en que el azacán reemprendía el castigo con tal ahínco que se untó él mismo la mano de mierda, hasta introducir alguna de ella entre los labios de Juanito Romances que, enloquecido, logró zafar la cabeza para un lado, aprovechando para vaciar allí mismo todo lo que llevaba en el estómago, entre otras cosas, la canica.
El guarín ahora sí se apartó completamente repugnado. El cachicán lo desmontó aturdido, con la mano pringada de una mezcla de vómito y mierda, y con un gesto de pudor improcedente, como con miedo a ensuciársela, recuperó la bola, asqueado por el babeo y las últimas arcadas de un Juanito postrado. Entonces, el guarín, con gesto aprensivo, arreó excitado: “¡Vámonos ya, Pardales, anda!”. Y echaron a correr.
Balsa cuadrada, en la década de los cuarenta del siglo
              pasado,  fotografía de Belda.
Juanito, exhausto frente a su soledad, tardó en percatarse de la presencia de aquella ful en su morrillo. Se revolvió y salió haciendo eses por el diseño francés del parque hasta la balsa cuadrada y allí, en uno de sus grifos, bajo la gigantesca copa escultural que hacía como que se derramaba sobre el estanque desde su caño aorta seccionado a rape en la pared, se lavó con fragor toda la cara, el cuello, la barbilla, como si aquel chorro quitara, como un cordero, todos los pecados del mundo.
Cuando se sintió limpio, acuclillado sobre donde el agua dejaba de hacer ondas, vio su cara replatear junto a una carpa que pasaba liviana. Sólo entonces se levantó y bebió agua, anegando con ello sus angustias. Después fue la alameda, sacó de su bolsillo la descuernapadrastros y en el primer árbol que encontró recortó la corteza con un manierismo prerrafaelista, bordando en su piel una declaración de amor y de principios: “Pardales, hijoputa”.  El combate perdido lo merecía. Luego, se inclinó sobre el regato, dejó que el agua envolviera el filo indiferente de su navaja, abúlica a la corriente y emprendió el vuelo hacia otro mundo.
Cincuenta años después, el don Juan que ahora era se sobresaltó. La causa cercana era el niño, que estaba de vuelta, para sorpresa suya. Era el mismo niño que unos días antes, en una actividad extraescolar en la chopera gangrenada del ya agónico parque, lo había agarrado, como era su modo, de la manga, mientras revisaba sus sueños ya de secano mendrugueando en el paisaje decrépito algo parecido a la esperanza, urgiéndole: “don Juan, venga, porfa...”
El niño tiró y él, a remolque y regañando le siguió por los álamos, para él sólo unos muertos más en su cementerio de recuerdos, hasta quedarse plantado frente a su chopo al que el niño señalaba sin mirarle.
Entre los miles de daguerrotipos que la vida había ido tatuando en el pobre vegetal había una cicatriz materialmente suya: “Pardales, hijoputa”. Y Juanito, que volvía a serlo, quedó absorto ante la llaga reseca del ayer.
Pero el niño seguía señalando. Lo cual le obligó a reparar en lo que al lado mismo de su ya casi ilegible firma estaba recién cincelado con una navajita de llavero: “Héctor y Anoia”.
Don Juan miró al atribulado niño y éste a él, requiriéndose una explicación mutua, hasta que el niño estalló lloriqueando: “¡Que no, que yo no quiero tener novia…!”.

Pero Juanito Romances ya no le escuchaba. Solamente pensaba en cómo la epidermis aún plateada del árbol servía de pergamino a un trozo de metal para dar fe de vida al eeterno devenir cíclico antes de ser arrasado definitivamente. Algo que, bien considerado, repensó más tranquilo, sólo era una hipótesis, como los mismos hombres.

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