jueves, 7 de agosto de 2014

La gran evasión


En verano todo el mundo evade algo. Los tristes, el alma; los pobres, la necesidad; la inocencia la juventud; los Pujol, divisas. En fin, que cada cual tira de la manta, echa fuera las remesas de sus sobras completas y se pone de saldo, tirándose al monte, a la playa, o a quien pueda. Es la gran evasión. Liquidación total. Aquella por la cual todos tratamos de ser otros siendo al fin lo que quisimos y nunca pudimos, invirtiendo en ello nuestro principal capital: los sueños o ilusiones, que, en razón de la edad, el medio disponible más a mano, van convirtiéndose en delirios, que es como la muerte embarulla la sintaxis del sueño, que es la prueba de la rana de la vida. 
El verano que nos faltaba, derritiéndose
De resultas que el verano se reserva para vivir la vida auténtica, la que el resto del año yace presa bajo el dominio de la realidad. Y es como desprenderse de un espeso ropaje, un caparazón impuesto del que, con el calor, renegamos, para llegar a ser lo que siempre hemos deseado y postergado, aunque no sepamos muy bien qué. Es la búsqueda de ese esplendor, de nuevo, o primerizo, en la hierba (o césped artificial, llegado el caso). Y el “ahora se van a enterar esos cretinos de quien soy yo”. Y vaya si se enteran. Y luego, cuando al fin ves el espejismo al que una vez más cediste tu voluntad a prueba de soles, con los que siempre acabas perdiendo, y retornas a la propia magnitud de sueño de papel desdibujado, ves que, otro año más, fallaron otra vez todos, menos el guionista y director de la película, claro. 
Aunque al menos fue bonito mientras duró. Y también, que a la piel que te apresaba y que abandonaste para ser tú mismo, le pasa lo que a Aznavour con Venecia, que está triste sin ti, y que quizá sea tu verdadera entidad en realidad, a la que a tu fantasma de verano más le vale volver, aunque sea con la sábana entre las piernas, pues igual es esa toda la vida que tenemos, aparte la ilusión del último verano, que siempre lo es aunque haya próximos. Y ese fracaso canicular de cada año a lo mejor es la forma menos virulenta de hacernos cargo durante otro montón de meses de ese ser que cuando sube el sol al horizonte creemos cárcel de la que huir definitivamente, y cuando se acerca el equinoccio parece la única habitable. Porque el hábito no hará al monje. Pero la costumbre sí.

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