En verano todo el mundo evade algo. Los tristes, el alma;
los pobres, la necesidad; la inocencia la juventud; los Pujol, divisas. En fin,
que cada cual tira de la manta, echa fuera las remesas de sus sobras completas
y se pone de saldo, tirándose al monte, a la playa, o a quien pueda. Es la gran
evasión. Liquidación total. Aquella por la cual todos tratamos de ser otros
siendo al fin lo que quisimos y nunca pudimos, invirtiendo en ello nuestro
principal capital: los sueños o ilusiones, que, en razón de la edad, el medio
disponible más a mano, van convirtiéndose en delirios, que es como la muerte
embarulla la sintaxis del sueño, que es la prueba de la rana de la vida.
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El verano que nos faltaba, derritiéndose |
Aunque al menos fue bonito mientras duró. Y también, que
a la piel que te apresaba y que abandonaste para ser tú mismo, le pasa lo que a
Aznavour con Venecia, que está triste sin ti, y que quizá sea tu verdadera
entidad en realidad, a la que a tu fantasma de verano más le vale volver,
aunque sea con la sábana entre las piernas, pues igual es esa toda la vida que
tenemos, aparte la ilusión del último verano, que siempre lo es aunque haya
próximos. Y ese fracaso canicular de cada año a lo mejor es la forma menos
virulenta de hacernos cargo durante otro montón de meses de ese ser que cuando
sube el sol al horizonte creemos cárcel de la que huir definitivamente, y
cuando se acerca el equinoccio parece la única habitable. Porque el hábito no
hará al monje. Pero la costumbre sí.
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