domingo, 14 de junio de 2015

Los pactos, o el cocinero del César

La política es el auto de los Reyes Magos con la puesta en escena de una partida de póker. El cuento perfecto que en aras de preservar la inocencia, recuperar la pureza y mantener la esperanza, es pactado implícitamente, aceptado y sostenido por cada generación para no volver (a no ser que se rompa la baraja) a lo silvestre, si no es en chándal, deportivas y con GPS, y todo muy bien señalizado como ruta verde.
Dicho así, la definición difiere de la de Groucho como el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados. Pero es que él se refería sólo al póker (o sólo a algunos gobiernos, que es lo mismo), viendo, como buen producto del arroyo, sólo el plano poiético de la cuestión, el referido a la realidad, sin verle al asunto esa parte lírica, infantil y crédula, imprescindible para que todo este rollo siga funcionando.
Una visión exclusivamente sarcástica de la política como simulacro de la guerra (que es el póker) la distorsiona en su acepción principal actual de simulacro de paz, para lo que hay que aceptarla también como teatro, con los muchos efectos especiales propios del momento para poder mantenerse en cartel como fábrica de sueños y formato apropiado para seguir representando con su dramaturgia los deseos y fantasías.
Esta asunción de la política como conjunción de mito, juego y realidad es la base de su transferencia no explícita, transmitiéndose a las nuevas hornadas de sufridores en forma representada, teatral, y sin libro de instrucciones, que evidentemente le quitarían la magia de su esoterismo, la aleatoriedad del juego y la gracia de la función, de la misma forma que se oculta la identidad de los reyes magos a los infantes, poniéndoles, en vez de carbón, un monopoly para que se vayan enterando. Tampoco es cosa de arrasar una timba a las primeras de cambio con un repóker, porque lo principal es la timba.
Se trata de toda una entelequia de supervivencia, una misa cuyos mementos  principales oscilan entre la inocencia perfecta y la más absoluta vileza, un equilibrio no escrito cuya malversación puede romper la sintonía entre sermón y fieles, aunque esto sea muy difícil por estar siempre dispuestos éstos a suponer que cualquier actuación fuera de tono, morcillas o lapsus, en la representación de la partida, son envites desconocidos del juego, originalidades, nuevas jugadas a aprender, cuyo sobreprecio a pagar está justificado, pues casi todo está permitido y a lo más que se llega es a sumir a la afición en cierto vértigo de no saber el límite. Así, cuando se acusa de electoralismo al gobierno por sacarse cartas de la manga con ayudas sociales, hay unanimidad en que denunciarlo es una mamarrachada, por obvio y predecible, por falto de recursos escénicos, pues todos sabemos que en un régimen electoral, cualquier decisión, además de una mamarrachada, seguro, será un suicidio.
Pero también sabemos que si no se denuncia, los actores quedarían fuera de papel, pasando al absurdo de ser público (y tener que pagar en vez de cobrar, por ejemplo, algo inadmisible para un político). Lo esperable pues, es la parte conocida del auto (sacramental), y del naipe, tanto del salidor como del cubridor. La incertidumbre es el papel adjudicado al destino. Y en política, como en el amor, ese otro juego cortesano de códigos, señales y mucha sofisticación dirigida a destruirlo todo en su momento, es mejor, en pro del consenso, no desvelar los secretos a voces, los arcanos archisabidos, no hablar claro, hacerlo entre líneas, insinuar, seducir (engañar) en vez de arramplar, pasar por el planteamiento y nudo sin romper el encanto del desenlace.
Para que el auto (y la partida) continúe por esos márgenes de hacer todos como si entendiéramos lo que está pasando, pasando de entenderlo, condición sin la cual no pasaría lo que pasa, siempre hace falta un posible digresor, un Herodes para decir “te jodes”, que termine de matarnos como niños, y sacarnos de la infancia; o si a mano viene, un Pilatos, alguien que se lave las manos con nuestra ingenuidad ovina y permita nuestro tierno genocidio. 
Durante los cuatro años que dura el jardín de infancia en que para el prójimo se convierte cada mandato, se suele coincidir en que tal personaje está hecho siempre a la medida del presidente de turno, e incluso del ministro de Hacienda, lobunamente aureolado de probidad y raciocinio, tras su clásica pellica de cordero de atrezzo.
Pero todos dan en hueso: tal señor no es ni Herodes, ni Pilatos, ni el Control contra el Kaos de Maxwell ZP Smart, sino aquel por el que preguntaba Bertold Brecht: “¿Acaso César no llevaba un cocinero?”, refiriéndose a todos los ayudantes con que se forja un imperio, o al menos este gatuperio, desde curtidores a carpinteros, asesinos y suegras, tenderos y subinspectores de mercados. 
Todos los cocineros, y más aún camareros, que no sabíamos si acabarían envenenando al rey, dándole un toque X al Auto, y al final han dejado el drama para todos los públicos, de puro previsible. Los que, sabiendo a quien se deben, ni quitan ni ponen rey pero ayudan a su señor, y en plenas vacas flacas, tiran la casa, o sus astillas, por la ventana, y se dan un banquete del copón, que ya veremos la factura.

Y a la par, se nos ponen en plan padre los pinches y nos amonestan con que tengamos cuidado con nuestro magro parné, y nos afean su dilapidación mientras ellos tiran a izquierdas y a derechas. Y eso ni es un Herodes, ni un Pilatos, ni nada. A eso en mi pueblo se le llama mamporrero. Que es lo que más abunda en este Auto de los Reyes Magos, en la partida de póker cansina que queda por delante, pues el empalamiento general debe continuar, como el show, y somos tantos a pasar por la piedra en la remonta, que es lo que más hace falta: el cocinero-mamporrero, que ya cantara Antonio Molina: “Cocinero, cocinero, enciendeme la candela, y prepara con esmero ciudadano a la cazuela”. O algo así.   

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