lunes, 6 de febrero de 2017

Anales

Vivía tiempos anales en los que primaba lo digital sobre lo analógico y mucha gente disfrutaba metiendo el dedo en la hez ajena por ver su analogía con la propia, o para cerciorarse de que los detritus seguían marcando, como un ADN de popa, la autoestima medida a partir de la textura implagiable del excremento marca de la casa que identificaba  a la especie.
Se deleitaba contemplando la cultura excretal creada por el ser humano, que recordaba a la de los sisones, que son, o eran, pues no sé si nos lo habremos comido ya todos, unas aves que no cesan de soltar churlitazos Chanel Ful por la estepa, un territorio vitalicio del que su intestino grueso era una extensión, un salvoconducto extendido a nuestro nombre por el cual se evacuaban sólidos, líquidos o imprevistas consultas del pensamiento, ayudados sólo por las revistas que acompañan a muchos en el empeño. 
Todo, tan desechable que si algún día llegaba a descifrarse la información genética del mundo, se vería cómo los de esta parte, que estaban llamados desde lo vernáculo a poseer un inodoro cada uno y a aparecer su destino escrito en un WC, en gráfitis, apuntes y chuletas, como verdaderos anales de un tiempo rectal cuya documentación debiera ser escrita y archivada en rollos de tisú.
Nuestro invitado, según se percataba del desarrollo del grueso de su producto, lo justificaba e incluso teorizaba antes que ponerle coto, que hubiera resultado tan peligroso como el tapón del chiste de Jaimito, e inventó, en plena sentada de taza, la tesis de la fase anal en individuos y sociedades con un trasero incesante pero libre de moscas gracias a los esprais, pasada ya la furia del cómic underground antes de convertirse en otra caca.
De modo y manera que, a la vez que la porquería se extendía, se consentía como una enfermedad vergonzante tan ineludible como encubrible, para no convivir directamente con sus efluvios, propalada ya al tresbolillo, acabando siendo por tanto a un tiempo, como quien no quiere la cosa, sus víctimas y sus secuaces.
El lenguaje, fregadero del inconsciente, también acabó por adaptarse, remodelando a “la madre que te trujo”, y “la hemos jeringao”, por “te meto un puro que te jiñas”, en pleno auge de “comemierdas”; y los estultos pero candorosos eufemismos “hacer de vientre” o “de cuerpo” o el maravilloso “obrar” andaluz, siempre base de los chistes sobre la actitud laboral de los susodichos, que hicieron de la imagen del mundo una plasta vacuna. 
Entonces, ¿por qué no mentarla?, se preguntaba. O incluso tocarla, usarla de plastilina, pintar con ella las tapias como antaño y sin haber visto el Saló de Pasolini, que tenía más mérito. Mejor tenerla a mano como ayuda de cámara para conocerse a sí mismo que aventársela al vecino.

Pero nuestro ser humano resultó ser de letras y para él el tratamiento ideal de residuos era recuperarlos del lenguaje y contextualizarlos en los anales actuales, en lo excremental. Y nada del trato residual dado por técnicos y polìticos, que eran mayormente de su pueblo, o sea muy suyos, y no entendían a aquel material como el asimilable a lo poético por excelencia, al objeto por antonomasia, a la eterna gravedad de la palabra descompuesta que hay que dejar estrofarse como un magma para el renacimiento... y tratar de que rime,  pues los mejores anales son en verso. Y más los del alma, que esos sí que llevan horas de inodoro, que es lo que más se cotiza y por tanto no está de más que vayan a él directamente. Como éstos. Y que tengan tan buen viaje como descanso dejan.

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