lunes, 28 de agosto de 2017

DÁMASO, IN MEMORIAM


Dámaso, cuando toreaba, era como si lo hiciera en familia. Sus denostados por algunos aficionados puristas, muchos pases al toro –pasista, le decían–, no eran sino un querer estar ahí, como en confianza alargando la reunión con alguien al que no vas a ver más y al que respetas, por lo menos, entretenidos con lástima por irse en un ritual de despedida que él siempre trató de intensificar haciéndolo durable, espléndido en suertes y no como esos rácanos que con cuatro capotadas mandan el toro a las mulillas. Y todo eso no se puede hacer si no posees un conocimiento del toro como si fuera de la familia. Que lo era, o casi, salvando las distancias entre ganado de leche y el bravo.
Hay otros de los que se dice que es que han nacido con el toro, o que lo llevan en la sangre. Esas gilipolleces. Él, simplemente había nacido en una vaquería lechera –como yo, y por eso nos conocíamos– y junto con su afición a la otra, que le hizo dar ese salto cualitativo desde el olor a cuadra al del capote, que lleva a la locura del toreo, siempre fue lo suyo, moviéndose de manera natural entre esas dos magnitudes tan distintas del animal como son la alimenticia y la de la búsqueda del arte por su muerte, que le daba ese añadido que él aportó al toreo en forma de un estilo apegado, serio y  respetuoso con ambas bestias, el toro y el público. Una laboriosidad no muy común que le hizo ser figura de su época y, así, de la forma más cotidiana, por extracción, oficio y forma de ganarse la vida, pasar a la historia del toreo, que es como pasar a nada luego a luego, y más cuando lo prohíban. Pero como suelen decir, ahí queda eso.
Dámaso, en la plaza de Albacete, en los 70.



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