sábado, 12 de agosto de 2017

Rabotadas

Hace tiempo que sabemos que los únicos toros como dios manda son los de las carreteras, los de Osborne, que para colmo llevan apellido inglés. Y que de los otros, los de verdad, lo que más hemos obtenido son mitos.
Los ganaderos saben bien que toda esa parafernalia del encuentro sexual entre toro y torero, esa supuesta sublimación erótica a través de la faena, todos esos tremebundos argumentos estéticos a partir de la ambigüedad sensual de la fiesta, desde Creta a Gibraltar pasando por todos los siglos, tienen su base, comprobada y manifiesta en los corrales, en que al toro le van los machos.
Cualquiera que se haya dedicado a la ganadería vacuna sabe que a los mejores sementales se les va el vergajo para arriba y que los fuera de serie eyaculan tanto sobre una piel de toro –dicho sea ésto sin intenciones antipatrióticas–, como de hembra, y que las historias de amor entre ellos resuenan con virulencia sobre los jarales de los campos. Y cuanto más bravos, peor. O mejor, quién sabe. Son gente de mucho cuero, ésta. Que se lo pregunten si no a los gañanes.
De manera que, con tales ejemplares, las vacas, que atadas a los pesebres todas alineadas en la misma dirección, lo tienen muy difícil para hacer un sesenta y nueve, llegó un momento en que se volvían locas. Aunque, como ya digo, la cosa  viene de muy atrás (¿por estar de cara a la pared?), y es que hay que ver lo que han pasado las pobres a lo largo de la historia. 
Mi padre lo decía: “la Margarita está para que la encierren”, retóricamente, dado que ya estaba encerrada. O, “la Estrellita está como un cencerro, como si estuviera siempre movía”. Algo normal, si pensamos que cada vez que sacaba al macho a montarlas se las veía y se las deseaba para que se subiera, primero, para que no se bajara, después, o para que no se equivocara; todo, llevado a base de un mamporrerismo que ni que fueran una especie en extinción.
Se padecía mucho entonces, con el sexo directo. En cambio ahora está chupao, dicho sea en sentido metafórico. Pero cuando parecía que se iban conformando, al menos en la cosa carnal, la problemática vacuna se ve ampliada con el uso de piensos cárnicos, el caso es no dejarla parar. Y entonces surge las hipótesis: ¿se están volviendo caníbales los toros?, ¿se les da carne de vacuno para que no se tiren al torero directamente?, ¿es la razón por la que se están volviendo mansos?, ¿no habría que retirarles la testosterona?
Sé que son muchas preguntas que los científicos y sobre todo los políticos, heterosexuales o no, tendrán que solventar. De momento y por lo que pueda pasar, la carne de toro de lidia corre grave riesgo de pasar a la historia, al no saberse de dónde dimana la cosa de la loquera, si del rabo o de la culata. En este plan, en la próxima feria, encima ya, como quien dice, sin ánimo sexual, el guiso de toro lo van a tener que hacer con búfalo. Y la lengua hervida con tomate, cebolla, ajos, laurel y pimenta pasados por el pasapurés, entre unas gorrinerías y otras, se acabará para siempre sin que nos dé tiempo a decir esta lengua es mía.
Pero esto no es lo peor, porque el estofado de rabo de toro, ese monumento más grande que el faro de Hércules, qué digo, más que el Pirulí, y quintaesencia de la cultura verbenera española y de los jugos más eximios de toda nuestra idiosincrasia, desaparecerá sin remisión, huérfano de toros de los de antes y, lo que es peor, al final será adoptado, que es como se dice ahora a los plagios, por la nouvelle cousine, para que los toros de la Camargue sirvan al fin para algo; aunque amargue.

Cuando todo esto suceda, es decir cuando el rabo, aunque sea de toro, deje de ser la reserva espiritual española, daremos paso a otra nostalgia imperial y nos lamentaremos de que nuestros antepasados no supieron elegir en su día los mitos y los símbolos de los que sacar tajada tanto material como espiritual. Por supuesto, nos quejaremos mientras nos comemos alguna estupidez salida de la nueva cocina insulsa. Y ante eso, alguno (y alguna, con perdón) no podrá evitar pensar: qué rabos aquellos.

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