martes, 15 de agosto de 2017

Desiertos


Se me antoja que el estandarte de la era del jijí-jajá en las relaciones que nos deprime son esas coletillas con que se torea a los demás, incluido “amigos”, en un remedo (propio de los toreros pegapases en que nos hemos convertido) de la santa trinidad tauromáquica consistente en parar, templar y finalmente mandar (a hacer puñetas) al otro con alguna de estas frases morcillonas:
“Bueno, ya nos veremos”, “a ver si nos llamamos”, “ya hablamos, eh”, o “y si eso, pues ya, bueno”, y otros despilfarros orales con que algún bienqueda se lía en su pretensión de no infringir la corrección banal recién adquirida creyendo que con eso queda de puta madre. Y después, el silencio (o el guasap, que es peor), que según Erasmo es cuando surge amenamente la verdadera amistad entre dos. Aunque si dura este seis meses o un año, como suele suceder, más bien es preocupante. 
Y es que muchos dan la impresión de estar más ocupados que la libreta de baile de Escarlata O’Hara. Así pues, los encuentros tienden a ser fortuitos, casi milagrosos debido a los muchos viajes, compromisos, entretenimientos, rollos familiares y agobios jubilosos de una vida social y laboral tan insoportablemente plena que niega un rato de asueto para dar una vuelta a ver qué pasa, deporte al que solo se asoman los que no que no perdieron el gusto por la vida pública improvisada, deduciéndose una falta de gimnasia en los que lo han abandonado para ejercitarlo en petit comité, ese tipo de vida pública de salón en grupos de confianza –de los que más hay que desconfiar–, o quizá por abandono de esa sobrecarga que es la máscara y las normas teatrales (extenuantes cuando no son asumidas naturalmente) de la actuación callejera. 
Aunque tal vez todo se circunscriba simplemente a una simple actuación hipócrita, la de rellenar la agenda artificialmente hasta el infinito con tal de no tener que exhibir públicamente y a vista gratuita de todos esos dos naufragios tan humanos como son el deambular (ese signo andante de derrota) y el sentarse a ver pasar otros cadáveres tanto del enemigo como del amigo, aún pendientes de enterrar (y de dejar de tomar cañas). 
Para muchos, abandonarse de esa manera es algo impúdico, como sacar una soriasis al sol, o la basura al contenedor, grandes demostraciones de un final cada día más próximo (y aunque ellos no lo crean, seguro). Por tanto, y echados los candados pertinentes sobre el hábito desusado, antiestético y negativo de mostrarse acabado y perdido en medio de esa nada mucho más inclemente de lo normal que es la veraniega, cual fantasmas (físicos) enviciados en un peripatetismo urbano zombi, astrado y nauseabundo, por el cual habría que pagar más impuestos, según algunos de los que practican el escondite a cal y canto por miedo al qué dirán de su propio colapso, el desierto humano cunde con el calor
Solo de noche, a la luz parda de los gatos, reaparece la fauna draculiana de morciguillos perentorios, a chupar lo que sea, aire, sangre, vino, producto mayoritario de ese otro fantasmeo –más fantasmas– del parapetarse tras el cartel de “Todo ocupado”, y no dejarse ver ni interactuar de forma natural (solo a la luz protectora de la lunas de neón), confiriendo a eso, a la penumbra general, incluida la suya, un glamur de a media luz tú y yo, que es lo que hoy da valor a las relaciones, un valor añadido siempre que sean veladas, y que precisamente le niegan a la grosera exhibición diaria del fracaso anunciado del vivir, sin mayores pretensión ni compromiso, y predicarlo en el desierto. Todo, por otra parte tan saludable.

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