lunes, 12 de febrero de 2018

Taquillazos lejanos

Los españoles empezamos a detestar nuestro cine al llegar los setenta, como un efecto más de esa tendencia tan propia al automenosprecio, acrecentada por la apertura y adjunto resentimiento, que entonces nos invadía, y el éxito de la contrapropaganda antifranquista de que todo lo de aquí era bizarro y cutre y todo lo extranjero caramelo de malvavisco. 

Curiosamente, el ultranacionalismo con calzador del régimen engendraba la animadversión de las esencias, clave para entender la desidentificación con lo español o su identificación negativa que habría de llegar. Así, una castaña en francés era cine sublime, de arte y ensayo, y una de las nuestras, sencillamente una españolada.
La cosa se puso tan advenediza, que los adultos, que entonces aún iban al cine, al charlar sobre el domingo –los sábados no eran festivos– preguntaban:”¿Qué visteis, una españolada?¡Ja,ja!”. Desde entonces, por muchas películas nacionales estimulantes y sugestivas que nos echaran, ese regusto rancio de rinconada sin ventilar se quedó en la pituitaria de la afición, tan insufrible por retestinado, que hay gente que desde entonces no va a ver una española ni aunque le paguen. Y aunque hay quien dice que tenemos el cine que nos merecemos, yo más bien diría que vemos el cine en que nos han educado, y no miento la educación en vano, pues el cine ha sido algo más que un pasatiempo.
Templo del Pilar, aún en obras, a primeros de los 50.
           El cine lo "echaban" en la casa final de su ala derecha.
Correría 1960 cuando acudí a ver “Chorizontes lejanos” –como la llamábamos con burla paleta–, armado de un zarabil de pan con algo, junto a otros cien alampados, al gallinero que Don José Olivas tenía montado en la trasera de la parroquia del Pilar para atrapar paganos, pues cine, fe y trampas siempre han ido de la mano. Otros días iba al Productor A (o al B) –así les llamaba  el franquismo a los obreros–, los locales oficiales del sindicato vertical, o "verticato", destinados a actos masivos, a ver cortos de Roy Rodgers, un vaquero de alazán que hacía doblete en los tebeos, y a las sesiones con el Llanero Solitario (y Toro) de las Dominicas. Mi afición pues, por las largas cabalgadas quizá quede así esclarecida sin más necesidad de psicoanalistas, y se deba al fruto de esa unión en raro contubernio de la Iglesia y el Movimiento.
Dicho esto, parece impepinable que con tales antecedentes, estuviéramos predestinados a dejarnos la paguica en el cine, a poder ser americano, que era tan excitante que antes de las proyecciones matinales se entablaba tal batalla campal de escupitajos, bolas de pan, pipas, guijas, piedras envueltas en papel de caramelo y palabras del calibre 38, entre general y butaca, la sempiterna guerra de clases, que obligaba a los acomodadores a hacer de maestros de patio, pues ya digo, aquello era parte importante de nuestra educación.
Con el vicio en el cuerpo, y conducidos por ese corazón partío de cinéfilo enrazado, con el tiempo llegaría a recalar en las españolas, aunque ya siempre entre el temor al fraude y con la esperanza última solazante puesta en las made in Hollywood. Una lucha entre dos amores que había empezado en la mal llamada edad de oro del cine español, en los treinta, cuando empezaron a metérnoslas dobladas.
Meterla doblada es expresión cinematográfica que surge cuando, a la llegada del sonoro y con el nacionalismo exultante generalizado de entonces, las cinematografías nacionales, que junto a la radio han traído al espectador el verbo y la mirada, cobran tan fuerte auge y gozan de tal predicamento –vislumbradas ya como instrumentos de formación y manejo de masas–, que las grandes productoras americanas optan por contraatacar con versiones adaptadas a los distintos públicos locales, y con esa vaselina, logran introducir sus productos doblados, digámoslo así, en el mercado e imponer un formato hasta ahí desprestigiado, pero pronto ennoblecido por la ingente labor del doblaje español y esa pátina mátrea de la lengua, todo y a pesar de la posterior manipulación de la censura franquista, cuyas miserias cinematográficas ayudarán lo suyo a encumbrar a la industria americana, que jamás en la vida agradecerá lo bastante a ese puñado de actores, humildes y ocultos pero tremendamente eficaces, del doblaje español, tan avezados, versátiles y puestos en la sintaxis que une el lenguaje cinematográfico con la vida concreta de un paisanaje, hasta resultar imprescindibles.
El arte del doblaje, por cierto frecuentado por los mismos eximios actores de la dramatización radiofónica, llegó a ser tan depurado y tan españolizante y putativo que, si no fuera una gorrumbada, podría decirse que en este país es donde más ha brillado su cine nacional. Pero claro, no es así y de hecho, tras la prometedora década abierta en la transición, coincidiendo con la “movida”, se pueden contar con los dedos de una oreja los taquillazos pegados por las películas españolas, cosa ya lejana.
A las causas estructurales económicas o culturales ya citadas podría añadirse que el interés por lo propio desapareció cuando, a la orden de “disuélvanse”, los primeros gobiernos socialistas promulgaron que la transición debía rimar con distensión, y armados con subvenciones para todo tipo de amiguetes, se pusieron a funcionarizar el cine con el clientelismo y la domesticación.
Desde ahí y durante los feroces noventa y lo que cuelga, lo único que ha cabido han sido políticas de equilibrista, gastacuartos, tirando dinero a derechas e izquierdas, para engorde de productores, empresas afines y listos diversos, y siempre contestadas como ineficaces en un medio dominado por la inanición, tan favorecedora del quintacolumnismo de su gente a favor de causas de lastimosa presencia aún en nuestra retina, con la golica de otro zarabil de pan con algo. Actividad extraescolar ésta del faranduleo, que más de uno señala como puntilla de la cuota española.
Y es que realmente resulta fácil relacionar el hecho de que izquierdistas de pro, con una sortija en cada dedo, salgan en la tele quejándose de lo mal que Hollywood trata a sus retoños a la hora de la “nominarlos” –qué bien les debe sonar así, a la americana– con que muchos espectadores habituales se den de baja de la cartelera nacional por alusiones, hartos de tanto revolucionario verbenero que al fin y al cabo vive también de los impuestos. 
La Academia esa o el Instituto del Cine o como se llamen, deberían hacer alguna encuesta sobre qué ideologías pasan más por taquilla, para tratar de erradicar el constante insulto a la inteligencia que practica mucha gente del cine autoerigidos en estandartes del pueblo, como si la popularidad les otorgara una bula de idiotismo.

Aparte todo lo anterior, está claro que hacer cine no interesa a quien pudiera, sino a los profesionales del trinque de mordidas que al final redunden en cebar aún más la piñata televisiva, que es donde está la magra. Y en fin, entre que la gente anda dejando el vicio, por caro –cuesta cientos de veces más que hace cuarenta años: ojo, también las españolas–; porque es malo en general, y muchas españolas, de solemnidad; o lo es para jovenzuelos (las americanas; las nuestras, ni eso), y algunas ni siquiera se oyen y echa uno de menos el doblaje, el resultado es que el cine patrio es  un callo (largo) con una cosa buena tan sólo: que al menos ya no hay programas dobles. Aunque dobladas, lo que se dice dobladas, las siguen metiendo.

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