lunes, 5 de febrero de 2018

Memorias erráticas

Contaba el actor Fernando Rey que Buñuel lo había contratado en un principio porque hacía muy bien el muerto, función que en el cine es, o era, harto meritora si tenemos en cuenta que a tal pose se le concedía en lo simbólico tanto valor dramático como valor económico se confiere hoy a hacerse el
vivo en vida, que es un terreno en el que uno no puede ir de muerto, sopena que te entierren con tirria bajo cualquier luz de gas, bajo esos instantes sembrados por la muerte como hitos que jalonan la particular estela de cada uno hacia la ausencia, en un panorama que, si bien todo pase y todo quede, llega un momento en que reparas en que todo reside quizás en esa serie de ocasiones dejadas pasar con que cada uno diseña su propia perdición, y más desde que las leyes de la mercadotecnia convirtieron al destino en pura trayectoria.
Como en el fútbol, el que perdona, pierde, aunque la memoria no tenga perdón, ni tampoco sea lo que era, habiendo pasado de programa de recuerdos a simple género literario donde se miente finamente, memorias con alzheimer ocupadas en fabricarse desde el mejor de los mundos que es el del olvido, algo que se parezca al pasto de adelfas de un pasodoble de cretona y querencia incierta, como armas para una batalla perdida de antemano en que los elementos del desastre serán esas minas puestas por la parca en el camino de todo lo que acabó no siendo: cuando otro hermano te derrrocó del absolutismo, cuando los regalos no llegados el día de la comunión, o el día que entendiste lo de bragueta abierta, pájaro muerto, o el día de la regla, el del beso perdido por falta de osadía, el traje echado a perder de la forma más tonta, aquella frase de la punta de la lengua..., migajas dejadas en el bosque bajo las sombras de una senda.
Pero metidos rumbo adentro, desentrañar la posibilidad de verse no es tan fácil cuando soplan tan malos tiempos para el recuerdo, pues todo nos compele a vivir el momento, al olvido de las penas, a vivir contentos como un niño con dos abuelas. Así, todo es ahora revisitación, vuelta atrás, retropanorámica, conceptos provenientes de la más superficial técnica olvidatoria  postmoderna. Pero nada de reintrospección, bisturí primero del conocimiento de quien se dedique a intrincarse en sí mismo regodeándose en sus fatigas como norma, eludiendo así que el mundo no es que mueva, que ni se nota; es que igual ya no estás en él.
Por otra parte, al pasado siempre se le sitúa más allá de una fecha que suele ser la del nacimiento de la generación viviente más antigua, siempre mitificada. Un pasado que solo sirve para que vayan de turismo los aburridos sin más destino que lo inmediato, tan pesado, siendo en realidad todos nosotros bastante pacientes ingleses emprendiendo desiertos.
El verdadero pasado, ese archivo del tiempo como cáncer que viaja en moto y avinagra el mosto de los días a la misma velocidad con que la prosperidad difumina la perspectiva de nuestro envase genuino que es el recuerdo, me temo reside más allá, donde lo muerto, adonde no se llega si no es con un billete solo de ida. Rememorar, pues, sea para recordar u olvidar, es pretender internarse en un desván profundo que el proyecto de ventas que el vivir hace quizás inacesible. Malos tiempos para él. No es extraña, pues, tanta impostura en el recuerdo. Nadie conoce a nadie. Incluido nadie. Y nadie recuerda nada. La memoria es el simple producto de los fallos del neurocórtex. Pura errata en cuya fe obligada debería figurar sencillamente un “desaparecida en lo inane”.
En fin, lo mismo la desmemoria sea benigna, mera ayuda de cámara de nuestra intrascendencia, el falso dintel en que construir el nido de golondrina de lo aparente, al que siempre se vuelve, con esa la nula pervivencia del existir a que nos somete el reino de lo efímero.

O quizá el recuerdo sea, por imposible, sólo un estigma, como un lapsus, que nos hable en entretelas y medias verdades piadosas que nos permitan rebelarnos entre el sueño (o nos revele nuestros sueños) con sus típicos imposibles salidos cual solfataras del volcán del subconsciente, despertando tan solo una pregunta: ¿En qué recuerdos sustentar nuestra errata; o en qué errata colgar nuestros recuerdos?  Que lo único que deja claro es que todo el mundo al final resulta un gran actor de sí mismo y sabe hacerse perfectamente el muerto, mucho mejor que Rey. Y la capacidad de autoengañarse hasta el infinito. Aunque no al público. Sería demasiado buñuelesco.

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