jueves, 11 de octubre de 2018

Asaltos


El hombre siempre estuvo perdido. Pero ahora es que lo está más que un informático en una lencería.
El ansia de certezas como cura a su incertidumbre innata le hace agarrarse a falsas soluciones, y no solo del cuerpo, como las terapias alternativas a la medicina convencional ahora en la picota, metáfora vil de la persona que, confundida hasta la cepa por todos los pro bióticos curativos de su cáncer vital, tan irresoluble, y acostumbrada a la civilización de las soluciones, se mete en un jardín tras otro para huir hacia delante de nada en nada. 
Y es que bajo el manto del más acendrado materialismo, resulta que a lo que aspiramos es a una eternidad superviviente, como sea. Y pasa lo que pasa. Que solemos hacer un pan como unas hostias con eso que llamamos sentido de la vida, refractarios como somos a aceptar la sencilla guía que el Eclesiastés dicta de tal cosa: que aquí estamos para comer, beber y disfrutar (o sea, lo otro, y único para otros, como Woody Allen). O quizá por puro descreimiento, por llevar la contraria al sagrado texto y ser procaz de otra manera, como es segregándo(se), separándo(se), apartándo(se). De lo que sea. 
Así es como hemos ido renegando de la lógica, de la ciencia, del pensamiento, aupando a las alturas a lo emocional, la pasión, los sentimientos, como valores supremos, y por supuesto superiores a la razón o la inteligencia, que, segregada en ramas, tiene a la emocional como la más estimada. 
Se trata de un nuevo idealismo, que disimula su sinrazón con el aval de eso hoy tan asumido que es la razón de cada uno, o postverdad, que hace válidas todas, en especial las más cretinas. 
Y por doquier, con el individualismo a ultranza y proyectos colectivos tanto mejor cuanto más delirantes, surgen nuevas formas de religión (y superstición), productos esotéricos de la paradójica pérdida de fe en la razón, la cual sufre hoy un nuevo asalto por un sujeto ahora renovado desde la subjetivación extrema, al que le importa una mierda todo lo que no sea su pobre y herido yo frustrado por sus nuevas impotencias ante el mundo actual, y siempre en busca de sí mismo para evacuarlas, si es preciso, o mejor aún, si es aparte de quien crea que le estorbe, que suelen ser quienes le rodean. O sea, la peste. 
Es la venganza del sujeto asaltado y ahora asaltante. Porque se trata de una guerra errónea, que, pretendiendo librarla contra otros, que son las fantasmagorías forjadas en cada uno, se libra contra uno mismo desde el momento en que lo único que se hace es seguir el itinerario marcado por ese poder global del que con todas esas estrategias nos pretendemos desaturdir, y hoy más lejano, etéreo y mediatizante que nunca, pero que bajo su carácter global e inaprehensible esconde la consigna del de siempre (“divide y vencerás”), y cuyas consecuencias se antojan tan nefastas como siempre lo fueron las matanzas del otro que anida en uno mismo. 
Pero, ¿y lo moderno que resulta seguir las tendencias, aunque sean las de la propia aniquilación? Eso no tiene precio. O sí, pero eso será después. Ahora, a disfrutar.

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