sábado, 20 de octubre de 2018

Cinematontunas: Astrofagia


El mundo del cine tampoco se ha librado de ese gusto tan francés por la apropiación indebida de cualquier gloria que, aunque procedente de cualquier otro sitio, en algún momento –y Francia, todo sea dicho, ha propiciado muchos, haciendo bueno el dicho, no solo retórico en tantos casos, de Meca de la libertad– han desarrollado su carrera al amparo de su suelo, hasta el extremo (y esto ya es chovinismo puro y duro) de asimilarlos como suyos enteramente. Veamos algunos ejemplos.
Jean Epstein, hijo de polaca y francés, cuando Polonia aún no tenía estado, fue secretario y traductor de Lumiére, teórico del cine, maestro y vanguardista de la primera época, así como colaborador de Buñuel (que dejó de ser amigo suyo por ser el francés un gran admirador de Abel Gance, y casi estoy por darle la razón), es quizá la apropiación menos ilegítima, de las aquí expuestas, pese al amplio espectro europeo del cineasta.
Alberto Cavalcanti, brasileño mandado a estudiar arquitectura a Suiza por su padre y que, sin terminar, salió zumbando adolescente aún, a París, para trabajar como interiorista y luego como escenógrafo de Marcel L’Herbier, un pope del primer vanguardismo cinematográfico de los años 20, línea que seguiría ya toda su vida, haciendo en ese país sus primeras obras en el mudo y comienzos del sonoro, así como las últimas. Y no obstante hacer todo el resto de su carrera, o sea todo lo de en medio, fuera de allí, pues eso, que ha pasado como uno de los cineastas franceses pioneros.
Eddie Constantine, quizá el caso de más legítimo afrancesamiento, por cuestiones obvias: criado en Los Ángeles, hijo de emigrantes rusopolacos, estudió para cantante en Viena y, no pudiendo hacer carrera en su país volvió a Europa, siendo en París donde la llevaría a cabo, primero en corto y por lo musical, a partir de su relación con Edith Piaf, y luego dando vida a la serie de películas como el detective Lemmy Caution, hasta acabar allí sus días.
Jean Seberg, rubia típica de Iowa, debutó con Preminger en Juana de Arco y a partir de ahí siguió con diversos éxitos, siempre en Europa, con ese director y otros (Godard, por ejemplo), convirtiéndose en una especie de musa nordexótica de la Nouvelle Vague. Su falta de éxito en USA y su devoción por los Panteras Negras le llevó, además de a ser fichada y espiada por el FBI, a volver a su patria solo para hacer alguna película, mientras desarrollaba un buen síndrome suicida (su hija Nana había fallecido al nacer), siendo a la octava tentativa cuando la encontraron en una calle de París, en un coche y hasta arriba de barbitúricos, en circunstancias confusas, también es verdad, lo cual ha alimentado siempre ciertas sospechas.
Max Ophúls, el caso más flagrante, aunque no sin cierta justificación, pues este judío alemán del Sarre (territorio administrado para su expolio por Francia del 20 al 35) se exilió allí tras el incendio del Reichstag, nacionalizándose cinco años más tarde y llevando a cabo una carrera corta pero brillante, hasta su reexilio, en USA, en el 41, donde, a los cuatro años de estar parado, lo recuperó su admirador Preston Sturges para rodar solo cuatro pelis, pero eso sí, magníficas, y volver definitivamente a Francia donde rodaría en ocho años una serie de obras maestras antes de morir, irónicamente, no en su país de acogida, sino en Hamburgo, allá de donde había huido, donde, para colmo, iba a ser incinerado, para ser rescatado para la historia del cine por los de La nueva ola, como materialmente también lo serían sus cenizas, que reposan, agasajado como francés universal, en París.
Jules Dassin, cineasta estadounidense de lo más completo, de origen judío ruso, se traslada en plena carrera (y acoso maccarthista) a Francia, cambiándose el nombre y continuando allí una carrera próspera, que acabaría sin embargo en Grecia, dado que estaba casado con Melina Merkouri, actriz que iba a ser la primera ministra en un gobierno griego, y a la que sobreviviría después de su fallecimiento por cáncer de pulmón, por lo cual iba a ser homenajeada por sus admiradores griegos con cartones (vacíos, supongo) sobre su féretro, de su marca de tabaco preferida. Pues a pesar de hacer ese “griego”, y después de muchos años, ya que viviría casi 100, jamás dejaría de ser francés.
 Y es que no hay como que te quieran, oiga.

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