lunes, 8 de octubre de 2018

Entre barrotes

El miedo, ese viejo caballito que convierte la sangre en un tiovivo, vuelve, y va de médula en médula espoleado por la propaganda. S
e dice, por ejemplo, que Rusia nos amenaza de nuevo, desde su conversión al mercado y la desestabilización constante de sus biorritmos que andan fraguando un neofascismo en potencia (y de toda una potencia) con una enorme piñata humana con miles de cabezas nucleares (y otras cosas) sin control o, lo que es peor, en manos de un forofo de las artes marciales, que trae de cabeza a los viejos kremlimnólogos y a los nuevos o reciclados, más atentos ahora al hackerismo electoral que a otros cohetes. Bielorrusia, Ucrania, Polonia, Hungría, etc, son otros íncubos supuestos del mismo mal a atajar, resultando curioso que lo que hace años fuera el peligro rojo ahora sea el terreno ideal de lucha contra el fascismo. Cosas veredes, Sancho.
Los más simples (o simplistas, que es peor) siempre pretendieron identificar ambos extremos, dando pie hasta hace dos días a su lapidación pública por prensa y gobernantes con sentencias de boquilla, mientras bajo cuerda apoyaban a unos y machacaban a otros, siendo ésta una práctica aprendida a la vez de la necesidad de status quo como del espìritu democrático que aún anida, casi seguro, en el capitalismo, cada día màs necesitado de la libertad de elección de detergentes.
Y sin embargo, alguna teoría exenta de esa basura programática concuerda  por su parte a su pesar con los más viles intereses monetarios al afirmar que la gente criada a los pechos de los regímenes con un desarrollo hasta límites increíbles de un paternalismo estatal omnímodo, cuando ese montaje se derrumba y cae precisamente en sus espaldas prospera en ellos la necesidad de un poder que, como el péndulo, derribe esa carga añadiendo otra nueva. De ahí esa necesidad de allegarles ese término medio, aunque sea en la cuerda floja, por lo visto.
Pero digo yo que si nosotros hemos de producir democracia para dar y vender a eslavos y otras hierbas, ¿no habría que hacer eso mismo en nuestras sociedades tan consolidadas de ella en el nivel por ejemplo de la convivencia, por ejemplo? ¿O no hace falta?
Aquí el miedo existe. La Inquisición, que fue en realidad el hijo tardío de un proceso histórico encaminado a enseñar a reprimir, recetó durante siglos las fórmulas maestras para poder huir de cada una de nuestras tentaciones y demonios, siendo brujas, judíos, mendigos y leprosos la hoya donde enraizar nuestro miedo y su consecuencia, la  actuación.
Usted va a una consulta, un suponer y, contrariamente a lo visto en las teleseries, todo es desconfianza, crispación, veneno. Nadie cede un ápice ni pierde un segundo o un centímetro en favor del otro, ni aunque se lo mande el médico. Y aunque allí se vaya a perder el tiempo o el espacio.
Pero el caso es que, allí donde se producen las relaciones interpersonales prima la intransigencia como norma. Yo me niego en redondo a admitir que por un asunto de falta de educación o de urbanidad, se haga residir, como ya pasa, la solución a esta era glacial de las relaciones sociales en eso que se ha dado en llamar lo políticamente correcto, que consiste en llevar a sus últimas consecuencias lo que podríamos llamar un hijoputismo cortés con vocación de témpano y distancia. Tratar hielo con hielo. O intransigencia con intolerancia.
Pero se puede ir más allá y fijar en ese mismo orden de relaciones sociales facinerosas la contraprogramación televisiva, el compadreo de las comunidades de vecinos, el politiqueo laboral enmascarado de competitividad e iniciativa, la prensa del corazón, el exagerado amor a la naturaleza o a las mascotas, la música técno o la defensa de los valores autóctonos.
Todo eso de lo que nos rodeamos y que como una emulsión recubre nuestra vida cotidiana pacífica y democrática preparándola para reproducir “lo mejor de nosotros mismos” y que yo me pregunto: ¿no serán tal vez pequeños fascismos diarios con que brindar al sol las dictaduras autoimpuestas? 
Después de todo, el gran triunfo de la Inquisición consistió en su desaparición cuando ya no hacía ninguna falta porque cada uno la había adoptado como forma de vida propia. Una forma de vida que, como aquel cuento de los sabios que recogían migajas, lo más grave que tiene no es que hayamos llegado a exportarla sino que haya tanta gente dispuesta a su importación. Y contrarreembolso.

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