miércoles, 17 de octubre de 2018

Españolear


El otro día, con motivo de la patrona de las Españas, en la actuación de un grupo de folclore maño, y ante la profusión de joteras con gracias como Yesica, Tais, Pamela, etc, por poco me levanto y pregunto si no había en todo aquel grupo nadie que se llamase Pilar, ni siquiera un hombre.
Lo que no quita para que cantaran con un par. Pero, la verdad, igual que no me cuadra que un actor de Hollywood se diga Eufrasio Custer, tampoco que una jota de Teruel bien echada la cante un chaval que resulta que se llama Christie.
La Bullonera, que era un grupo de choque aragonés de la transición, se chanceaba en una jota de los “James” y “Smith” que se entrenaban tirando bombas sobre la zona de El Castellar, y ahora sus retoños artísticos van y toman los nombres de la base americana como propios. Lo que es la vida.
Y es que si hay algo con menos propiedad en esta vida, eso es un nombre propio, ya que, no sólo ahora, sino desde los tiempos de  Maricastaña (Mary Brown en yanki, por si a alguien le gusta para su hija), siempre se han llevado los nombres propios... de otros y puestos por otros. Siendo lo más curioso de esta ‘revolución’ de los nombres el que sea la última vuelta de tuerca (que ya va pasada, más bien) de un proceso, el de individualización, que viene desde la Edad Media, dando la capacidad de nombrar, que no sólo afecta al nombrado y por lo tanto paciente o disfrutador por pasiva, sino que sirve sobre todo al protagonismo del nombrador, que ahora son los padres.
 En pocas palabras, una puesta en escena (de un huevo de mucho cuidado) que individualiza a los bautizantes y a los bautizados que, como efecto secundario del proceso, lo asumen y lo reciclan llamándose Chris, Pam o Yes, por seguir el caso. Es decir, cambiándoselo, que es la mejor forma de hacerse a sí mismo.
Un caso perdido es el de EE.UU., que es donde tal proceso está más avanzado y donde se permite el cambio completo de nombre. Y aquí, va que pita. La gente quiere ser tan ella misma que acaba llamándose de cualquier manera. Tan sólo hace dos días, como quien dice, en el Registro Civil no dejaban ponerle a un hijo Bermudo. De nada servía apelar, aunque tuvieras razón, que era un nombre godo. Si no venía –y venían sólo los de la onomástica–, no venía. Y los abuelos, apoyando al Registro, claro.
Lista de los nombres más comunes, más o menos actualizada
Pero ya se sabe que los abuelos siempre han apoyado cualquier cosa. Y así pasa, que han hecho falta siglos para desembarazarse de su tutoría a la hora de nombrar a los mamoncetes. Porque a pesar de que la familia goza desde el final del feudalismo, de esa capacidad, más importante de lo que se piensa, por ser signo de autonomía, no es de hecho hasta el siglo XIX cuando se empieza a poner a muchos niños nombres familiares o de otros y no sólo el santo del día, el que quisiera el señorito –que a lo mejor era el padre, mira tú–, o el cura –no digamos tanto; tan solo sobrinos–.
En este sentido, el romanticismo, que más que una corriente estética es la primera gran moda gracias a las comunicaciones emergentes, representará una guía de cambio al impregnar con sus preferencias a la sociedad del último cuarto de siglo, en que coincide con el gusto neoclásico, la restauración y la primera prensa sensacionalista, sirviendo así ese influjo ambiental para empezar a poblar las casas con nombres venidos de la estética sentimental de los impositores, y surgen los Justos, Poncianos, Claudias, Palmiras, Diógenes, César, Alfonso, Cristina, Isabel, Beatriz, Elvira, Dorotea, Victoria, Horacio, de efluvios renacentistas, clásicos y glamurosos, que se verá ampliado en lo que las revistas, la literatura y el teatro sobre todo, aporten con su mitomanía, hasta el súmum de la república y la guerra, en que los nombres resonantes de famosos se mezclen incluso con  algún Lenin o el más doméstico Buenaventura.
Una tónica que sigue después, con los nombres más castos del padrón, Asunción, Inmaculada, Pura, como ofrenda a la iglesia vencedora, o Jose Antonio, por sus socios, que adelanta, ya metidos en la harina de la España urbana y familia celular, la inclinación por las modas mondas y lirondas de los nombres compuestos redundantes de las revistas del corazón, los bíblicos (alguno confundido por la influencia de Hitscotch, como en Rebeca), del estrellato de la radio y el cine o el mero esnobismo, cada vez más triunfante, peleándose aún en gestas de brasero con los en retirada nombres aportados por los abuelos desde el pueblo, que a veces mandan recado con el chófer de la Montañesa de que al chiquillo le pongan Casimiro.
Así, hasta la independencia, en que la sociedad del espectáculo, la tele y todo su mundillo de aura caguetosa serán el vivero principal de esa última aportación española a la cultura universal llamadas Susan o Ricky, que, si no pasa nada, y siguiendo una lógica evolución, si nadie lo remedia pondrán a sus retoños Obi Wan Kenobi. Kenobi por parte de madre. Esto es, por la abuela. Y ésta, tan contenta. Como si lo viera.       

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