sábado, 27 de octubre de 2018

Morir requiere práctica


Es probable que ese acudir de tanta gente a los templos cuando la vida rueda deprisa y empieza a jugar al escondite se deba a que es en estos lugares donde el tiempo parece detenerse. Si nos fijamos, su silencio, quietud, recogimiento, ayudan a replegar la vida sobre sí envolviendo y protegiendo el presente de una fugacidad que a cierta edad campa convicta de asesinato, haciendo de último refugio contra la velocidad del pasar, cuyo vértigo acucia a agarrarse a algo que al menos produzca esa sensación de asidero innecesaria en la juventud, cuando se vive en el vórtice mismo de la tempestad, en pleno epicentro de la vorágine, que impide sentirla como tal por ser vivida en ese instante que pasa en unos años sin notarlo, hasta que un día, independientemente de tu confesión y por sobrevenida o no beatería, ya eres carne de templo, en el mejor de los casos.
Si los templos son aún el refectorio buscado para esa penúltima serenidad, los únicos lugares donde uno puede hacer unos cursillos espirituales sobre la propia postrimería, debe de ser porque tenemos una asignatura pendiente, la del aprendizaje de la muerte, pues nada ni nadie, salvo ella misma, nos instruye sobre cómo atravesar el diminuto momento de ese remolino incontrolable y casi imperceptible que cuando te expulsa ya no es nada.
Por mentalidad tendemos a pensar que la vida te enseñará todo eso, con sus hospitales, su dolor, su sufrimiento; solo que eso, en nuestra cultura vitalista, supone todo lo contrario, pues el taller no es la imagen negativa de lo caduco sino la positivista de lo reparable: el correccional biológico, nada de cuidado. Así que, aunque la vida no aprenda de la muerte, sí hemos de aprender ésta en una vida que no la tiene en cuenta ni como de consideración. Una disfunción que limita los medios y hace del autodidactismo obligatorio un estorbo añadido para el aprendizaje sobre el agujero negro en que acaba el relleno de instantes de la existencia, y acabamos haciéndolo de cualquier manera.
El primer efecto de no disponer de una formación profesional para esa recta final, ni siquiera en cómodos módulos, es refocilarnos en la gran mentira confortable de pensar que una vida es una y no varias (y eso a pesar de su fragmentación actual por edades), y que los planes de una sirven para las demás, constituida como un mito que, según se desinfla y se desmitifica, y para retener algo de su candor acabamos afrontándola con la mística, que lejos de consistir en irse a un cerro a orar, consiste mayoritariamente en meter la quinta (¿edad?), una mística del no parar, pues estos tiempos son muy buenos para ella y hay quien se confunde de templo, con tantos como hay: fijos y móviles, ingrávidos y prensiles, gratis y de pago. Están las playas, los viajes, los baños, las zonas de copas, los hijos, los centros comerciales, los clubes, las oenegés, los parques o el pleno campo, templos abovedados y al raso, a cuyo solaz (o baraúnda, según) se acude una vez apurados los sueños a restituirse buscando un silencio entre el balamío…, y a seguir balando.
Son los nuevos templos laicos a los que se acude, no para detener el presente, ni tan siquiera para ralentizarlo, sino para renovar la conexión de lo íntimo referido a lo social, y luchar en ese nuevo marco escogido para revitalizar el contrato social, la mercancía y el individuo, declarados agotados con el retiro pero no creídos, rompiendo así todos los moldes de la sociología clásica occidental, contra los cuales se acaba rebelando todo arrojado del sistema, por inaceptables. 
Por ahí suele empezarse –y se termina como se termina–, por pensar la última etapa como si fuera otra intermedia de socialización. Algo muy dudoso si pensamos que ese hacerse viejo es una huida, y por mucho que se diga que después de los cincuenta el único sueño es poder soñar o que cada cual tiene la edad de sus emociones (Anatole France), no se trata más que de coartadas para hacer lo contrario, y una cosa es hacer proyectos  para la vejez, que es relativamente fácil, pues no se cumplen y todo resuelto, y otra hacerse un proyecto de viejo, que es trigo de otro costal, un auténtico preparativo para cruzar el desierto, algo que muy pocos logran, pues si todo el mundo piensa (cínicamente) que cualquiera puede hacerse mayor, pues lo único requerido es vivir el tiempo suficiente, la madurez real puede que sea la única enfermedad heredada (y necesaria) de nosotros mismos, conseguida a pico y pala (es un decir) que, a sabiendas de ser una guerra perdida, necesita un plan todavía mejor para vivirla que para ganarla.
Con todo este tinglado, es evidente que todo el mundo lleva razón al decir no estar preparado para la muerte, pues todos nos pensamos jóvenes ante ella, y esa premisa de la edad es lo que la hace siempre prematura e ininteligible, porque, para qué coño querrá la muerte gente joven, de setenta u ochenta años; cuanto ni más carne a medio hacer de verdad, de menos de cuarenta, siendo así que hacerse mayor de veras consista en forjar al fin un sujeto entero, granado, maduro y digerible para la parca. 
Para eso está ese espacio a gestionar por uno mismo de la madurez, al tratarse de un camino de vuelta, que siempre se hace solo, para abordar la cobardía de la huida y reencontrarse en el único templo práctico erigible, el del sujeto, que le ha de servir de sepulcro, reconstruyéndolo como tal de cara al tramo de marras. 
Toda una reivindicación individual para el que se necesita la alforja de la soledad, tan malhallada en nuestro tiempo, y tal vez aquel desencantamiento previo del mundo indicado por Weber, y en cualquier caso tomar escuela en algo que, mediante la práctica, aporte la seguridad necesaria ante un acontecimiento, posiblemente definitivo que, como toda obra importante, necesita su proyecto y todo. La cuestión es: ¿dónde está esa escuela de aprendizaje de la muerte?
El principal déficit preparatorio para la muerte viene de considerar la última etapa de la vida como una recta final de la anterior y no una muy distinta, antesala de la incertidumbre absoluta y sin paliativos. 
La mayoría, llegada una edad, en vez de volver a ser alumnos de todo nos empeñamos en ser maestros de nada. Pretender, pues, enseñar lo que deberíamos aprender, puede ser la causa de afrontar las últimas edades varados, obcecados en no dirigirnos al destino señalado, que por otra parte es lo más importante que tenemos a favor: saberlo de antemano, pudiendo evitar así todos los vientos que según Séneca son desfavorables cuando no sabemos a qué puerto nos dirigimos.
Pues ni por esas. Lo común es agarrarse a lo reciente y estirarlo hasta el infinito, trabajando, haciendo cosas, que ahora se dice, esforzados por hacer eterno un tiempo que sólo es antesala de la eternidad, en una huida hacia delante muy relacionada con la preocupación patológica por la posteridad que encubre un miedo absoluto por lo que la produce, y que de predominar cierta lucidez cabría preguntarse lo del chiste, por qué preocuparse tanto por algo que no ha hecho todavía nada por uno.
En el fondo de esa práctica lo que subsiste es la hipocresía de que, si bien nadie quiere ser tan viejo como para acordarse de la primera comunión de Clint Eastwood (con perdón). En realidad todos aspiramos a ser espectadores de su entierro (con más perdón), cosa harto improbable, por otro lado. Estamos de acuerdo en que ser viejo es como todo: una mierda. Y que muchos siguen dando guerra una vez fuera de parva, porque simplemente no hay soledad más triste que la de quedarse sin enemigos, que es lo que ocurre con la indiferencia del retiro. Pero se trata de una subsistencia fácil la de sobrenadar en ese extravío que producen los extramuros, y más fácil ahondar en la inercia, apurar la marcha, el yo sigo, el servir de mano de obra a la estulticia.
Todos tenemos en mente ejemplos que adjuntar a esa corriente carnecañonera, por lo que las excepciones son resaltables. El caso Salinger, por ejemplo (el de El guardián en el centeno), que parece especialmente lúcido (o chalado) por negarse a seguir la senda de los sabios que en el mundo han sido, y retirarse antes de llegar a viejo, para no tener que postular desde esa falsa cúspide cuyo único objeto es acabar siendo diana expresión de la inquina popular de al viejo y al bancal, lo que se les pueda sacar. 
Ese tipo de apartamiento, o distancia, tanto si es voluntaria como obligada, tanto si es desde el éxito o el fracaso (el éxito en la vida puede llevar al fracaso en la muerte y al revés), es la escuela donde pueden conservarse a la vez cierta salud neuronal y la claridad suficiente para terminar de hacerse uno persona y poder recuperar aquellas cualidades netamente intransferibles empeñadas en vida en el monte de piedad de la cotidianidad competitiva, el óbolo que exige el tipo de socialidad reinante.
Podría decirse, por tanto, que una forma aceptable de hacerse mayor de verdad y prepararse para eso que dicen lo peor, sería profundizar en las diferentes formas de exclusión consciente y programada, todo eso que hace finalmente del aherrojamiento la forma de relación principal de vida, y no hablo de la delincuencia, la inadaptación o deficiencias varias, que llevan a un tipo de exclusión más redimible, sino a las producidas por ser de una determinada forma, por tener una edad o por salud, lo que conocemos como muerte social, que es una muerte en vida de baja intensidad criada en su olvido y el refrendo como necesaria e irremediable por una sociedad que, por mor de una caducidad cada vez más inmediata de lo esencial, se convierte en vertedero temprano adonde, como el poeta, acabamos tirando todo lo que era nuestro, como un anillo al agua, y en cuyos detritus podemos sin embargo buscar nuestros propios despojos para tomar escuela en nuestro beneficio y prefigurar nuestro propio The End.
Es importante, pues, reconocer el instante en que la maquinaria te desecha como una piedra de sus engranajes –y doy fe de que la edad de la piedra le es indiferente–, porque a partir de ahí, ese vacío será el templo donde instalar el propio del que espera, más allá de la privacidad que los padres de occidente, reformistas y contrarreformistas, ansiosos de ella, buscaban generar en las iglesias al introducir en ellas los bancos, además de en los hogares, e iniciar la lectura en silencio de los libros divididos en capítulos (siglo XII), hasta convertir este acto, con el culo sentado, en el índice individualizante, intimizador y procesador intelectual de la práctica religiosa como labor social, y a los templos en otro elemento más de privatización que de beatitud.
Privacidad sacra y civil a la vez, que hoy, en la época del self, no sería más que un estilo de vida retrofrívolo, un apósito que no llega a vida pública, todo lo más a una realidad especular donde buscar en aparente comunidad un imposible reflejo del yo más íntimo, todo tan improbable. 
Lo propio sería entonces involucrar el propio templo aherrojado en ese otro grande de la muerte social, y una vez instalados, ahondar en esa gran escuela natural de la auténtica, y, dándole la vuelta a la tortilla, desprivatizar sus efectos y al mismo tiempo intimizar sus causas (al revés de lo que ocurre) a partir de una introspección representativa de un porvenir tan barroco y apocalíptico como decodificable y asumible.
Lo contrario, y lo impropio, es seguir en la chapuza de reedificar hasta el último momento sobre la arena las rutinas de siempre con el único fin de negar lo obvio, y aplazarlo. Cuando es letra de vencimiento fijo y lo mejor es que nos pille con algo de crédito, para evitar el embargo añadido de su incomprensión.

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