sábado, 2 de noviembre de 2019

Ensueño



Igual que a todos nos encantaría morir agusticiados, o sea que nos ajusticiaran pero a placer, que es la única justicia que admite el hedonismo del siglo XXI, también hay que decir que lo único que diferencia a los muertos de muchos vivos es que estos aún disfrutan de onomástica individual, mientras aquellos la tienen a piñón fijo el 1-N, que es como la fosa común del cumpleaños, en la que yacen tanto difuntos egregios como donnadies, tan olvidados salvo para aquellos vivos que apenas se reafirman como tales solo poniendo flores a las piedras. 
Por eso nos encanta que los famosos también se mueran y pasen a ser muertos florero. Y también el descanso de no verlos más en las páginas rosa. Además de esa pequeña y poética justicia sarcástica, claro, o venganza, a qué engañarnos, por la envidia que nos hicieron pasar en vida, y nos hacen pasar hasta en su muerte, con su donosura social, si bien ese beso lo perdonamos por el coscorrón.
 Otra razón es esa eternidad que ellos se creen que se garantizan perdurando en nosotros, cuando es al revés, es nuestra propia eternidad la que disfrutamos durante el plazo fijo de lo que los supervivientes tardemos en seguirles. 
Tumba a la que en realidad todo el mundo aspira:
la vacía.
La eternidad, que ya no es lo que era. Y que nunca fue una obra maestra. Para obra maestra, la muerte. Por mucho que nos empeñemos en ignorarla o celebrarla. Ya lo dijo un crítico Cabrera Infante: una obra maestra es una obra maestra pese a los esfuerzos que haga el crítico para demostrarlo. 
Así es la muerte –o eso creo–, la única república independiente, unilateral y sin necesidad de declararse. Pero es verdad que a un muerto célebre se le saca más que a un tonto útil. La muerte, en realidad es el tonto útil más universal. Gracias a ellos, a su más destacados productos, hemos construido eso que se llama memoria colectiva –la memoria histórica sería pues la de la historia muerta–, eso del seguir viviendo en nosotros mientras estemos aquí, y que es una especie de antídoto de segunda contra el pasar para los que se van, y un alimento de mentirijillas del afán imposible de perdurar para los que se quedan. 
Es la ilusión de que proveen los semidioses, los grandes muertos, siendo por ello que toda sociedad posee una industria manufacturera de mitos, de muertos mitológicos, mantenidos vivos por esa otra de los trabajadores (y empresarios, sobre todo) de la añoranza, que los resucitan de cuando en cuando para que los demás nos sintamos vivos y eternos en el geriático, o mirador para viejos, lustro más o menos, en que esperamos tan felices la otra eternidad, la de segunda, al saber que los muertos que veneramos al menos son de primera.

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