viernes, 9 de octubre de 2020

Gestión


La gestión de la población es la clave de las sociedades modernas, que con la superpoblación, se ha exacerbado hasta el paroxismo, llegando a ser tan contradictoria como chocante. Así el trato a los viejos, tan marginal y a la vez tan adulatorio; tan camelante como despectivo. Con el Covid, por ejemplo. 
Se diría que el trato del poder (o de todos, más bien) a los mayores, entre la desfachatez y la hipocresía y tan suficiente como negligente, se dirige a aniquilar el número justo de ellos para que la senectud siga siendo a nivel ideológico, o sea imaginario, icónico o como se diga, la vaca sagrada ficticia de una sociedad viejuna pero asentada sobre el culto a lo joven, que tiene que rendir tanta pleitesía al adolescente sin futuro como adulación geriátrica al sector provecto en alza que, aunque despreciado, es la base real de la familia (por edad y refugio económico), la propiedad (por acumulación) y el estado (por votar y mantener las instituciones aunque solo sea por la necesidad de creer en ellas, qué remedio). 

Una esquizofrenia social que, con la incertidumbre subida de tono, llega a lo chirriante, cuando no a lo descacharrante de esos homenajes, con cánticos y aplausos a abueletes y otras reses propiciatorias para resaltar lo que los queremos y (sobre todo) ensalzar lo bien que se  portan con ellos el poder y las instituciones. 
Y es que el dicho de Kant, “La inteligencia de un individuo se mide por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar”, solo es válido para un sujeto autónomo, que es en quien pensaba él, y no en el dependiente, que hoy somos casi todos, y más los longevos, cuya inteligencia se basa más en la resignación, la obediencia y la confianza (sin fundamento) en los gestores de su despreciable individualidad, que en la posibilidad de su propias potencias. 
Y a esperar que a la falsa caricia o el forzado halago por interés o impostura no suceda el ahí te quedas, a morir como un número, cuando no la puñalada directa, disimulada o no de quien, hechas las cuentas, ya no le sirves para nada. Salvo para seguir proclamando la senectud como lo más venerable. Y utilitario. 





 


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