lunes, 23 de mayo de 2022

Don Domingo

 

Con Domingo Henares se han ido tantas cosas –pues, por mucho que digan, el recuerdo es solo el fantasma del vivir-, entre otras, un lector, ese bien escaso, pese a dar por tal a todo el que lee un guasap, como se supone fotógrafo (algo que también él era, pero de verdad) a todo el que posee una digital. 

Necios tiempos estos que archivan como intelectual a cualquier poseedor de una parte alícuota del saber, a poder ser práctico, como si fueran acciones de una empresa, cuando en el conocimiento nadie está ni siquiera de alquiler, sino de paso. 

Y él, como buen pupilo de D. Julián, como él gustaba llamar a Marías, era de todo menos propietario de la verdad, y sus pocas certezas eran meros arcaduces de una noria de dudas, sumergidos de uno en uno –que no otra cosa es la lectura- para traer de la caverna que es el pozo sin fondo de nuestra estulticia algún que otro retazo de luz del piélago. Y, claro, se excedía. 

Leía incluso a algunos de estas páginas. Incluso a mí: “Cuidado, que te leo”, avisaba en plan Sernón. Decía que esperando lograr entenderme. Tal era su esperanza indesmayable de sacar derecho de alguien de quien leyó un trabajillo de sexto curso y, preguntándole si había leído a Buero, se vino abajo por no saber el interfecto quién era el susodicho. Y he de decir que muchos años después tampoco. 

Lo que se dice un discípulo decepcionante. En tantas cosas. Es el terreno en donde suelen encontrarse maestros y alumnos: la decepción. Que activa eso que ahora se llama reseteo. El de la mente, el alma, el amor, la filosofía. Todo es un reinicio. 

“No, si aun me vas a resultar un dialéctico”, le ironizaba. Y él sonreía al recordar y prender un pitillo. “¿Tú sabes que una vez Rubalcaba se me fumó todo el tabaco? Pues sí. Cuando estaba de director y él de ministro, nos visitó en el instituto e hicimos una reunión, y el gachó, allí a mi lado, como se estaba quitando, se lió a fumar del mío hasta que me apuró el paquete. ¿Qué te parece el Rubalcaba?”.

 “Ya lo sabes”, le contestaba, y él se reía. En fin, espero acordarme de él y de aquel graffiti, quizá una errata, pero tan cierta: “tonto el que no lea”.  

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