jueves, 5 de mayo de 2022

Sombra y luz

 Parece ser que se nos anda poniendo de moda el suicidio, y no me refiero a esa pose kamikaze monclovita que empezó con el tiro en el pie y ya veremos donde acaba según va subiendo el disparo, si bien los gobiernos bi o tricéfalos, aunque se peguen un tiro en la sien, aún les sobran cabezas para llevarnos de ídem a los demás, aunque ya veremos si no faltan pies, y aunque no sea más que otra peripecia teatral y fake en línea con nuestra inclinación histórica e histérica al suicidio nacional permanente. 

Nada de cuidado pues. Me refiero al de verdad: al suicidio individual, que adquiere rasgos de epidemia en jóvenes, pero que en mayores puede ser aún peor (y cuanto más, más), dada la eficacia macabra con que nos manejamos según avanzamos en la cola del desfiladero, y la escasa o indiferente atención dispensada a los próximos al barranco, que es general y aceptada –no hay más que ver la (nula) reacción ante la casi eugenesia dada en las residencias y fuera de ellas con el Covid– desde que esa práctica abyecta de la muerte social se ha extendido por todos lados. 

Y es que, en resumidas, si a partir de una edad (o antes de ella, en los jóvenes) o unas circunstancias de olvido, falta de papel, marginación, de no pintar nada, que suelen concurrir cuando entonces, por mucho que te doren la píldora para que sigas comprando eso u otras cosas, si ya eres irrelevante, invisible, nada, ¿qué pierdes dejando de tomar la medicación o de sujetar el manillar de la moto? 

La muerte social, la luz de gas, ignorar al otro, son formas de anulación practicadas a nivel social como un poder o un querer poder, que es más un quiero y no puedo, que subliminal y alambicadamente acaba con el insumiso. En cambio el poder de verdad adula al individuo para obtener adhesión, mientras sacrifica el interés colectivo. Y entre ambos cavan la fosa, a la que vas, vivo aún, oyendo el paño caliente de que lo principal es la salud mental y su prevención. 

Como si lo único cuerdo fuera seguir vivo y decidir el rechazo del oprobio a que casi todos antes o después nos vemos abocados no pudiera ser igual de lúcido.  O sea, el eterno debate.

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