Desde mi más tierna infancia, que allá por los cincuenta no lo era
tanto, ya que hasta el pan solía ser del día anterior, mi padre decía que había
que colocarse. No es que el hombre fuera un beatnik, aunque por la edad bien
pudiera haberlo sido, y ansiase un futuro para sus hijos colgado sobre las
nubes de Katmandú, que tampoco habría estado mal, sino más bien lo que trataba
de inculcarnos era esa forma de vida ya entrevista por él como cuajada en el
régimen anterior que consistía, y consiste, en mantenerse en un estado sufragístico de la propia existencia tan alejado y equidistante de la necesidad
como del exceso de esfuerzo para lograrlo.
Buscarse una colocación era el epítome (y si me apuran hasta el apócope) en que desembocaba toda una tradición sociopolítica, desde San Agustín hasta López Rodó, pasando por Licinio de la Fuente (del que mi padre era fan), por la cual el non plus ultra de la economía política para la gente lo que se dice hinchada a trabajar, y otrosí sin seguridad social, era instalarse en cualquier vericueto, cuarto escalera, pasillo, rincón e incluso sótano del complejo levantado con cuartos públicos y establecer en él una posición más inexpugnable que las trincheras del frente de Teruel, demostradas tan endebles, y desde allí poder reírse un poco de la necesidad, el reuma y los señoritos de turno.
Sin saberlo, mi padre iba de posthegeliano por libre, no en
vano Engels había pontificado que la
libertad era la conciencia de la necesidad, y colocarse, además de significar
ese estado de infeliz buena esperanza a que se llega sin necesidad de
relaciones sexuales (o con ellas, ya puestos) a que tanto animara luego a la
juventud el profesor Tierno, que no es que copiase a mi padre sino que eran de
un tiempo, coetáneos, vamos..., venía a significar la forma superior de
buscarse la vida, el no va más del struggle for life, por lo que suponía de
obtención de máximo beneficio con la mínima inversión por unidad de coste. Lo
que se dice darle el palo a la vida, pegarle el braguetazo alcanzando una
subsistencia a base poco menos que de palparse donde el vientre pierde su
deshonrado nombre, porque, sencillamente, eso ya no era trabajar, sino lo que
la escuela de Chicago impartía como participación en los beneficios del
capitalismo popular, algo que mi padre, muy a pesar de haber ido solo medio
curso en burra a Tiriez a aprender las cuatro reglas, sabía de corrido como si
sus maestros hubieran sido Adam Smith y Keynes. Si bien las circunstancias
tampoco eran mancas.
Las circunstancias eran la hostia, con perdón. No. Eran peor, pues
el que se despistaba, no la cataba, y una oblea es una oblea. Lo que infundía
una pericia teórica tal que, con sólo observar en derredor, se podían
establecer con la gorra los cuatro famosos grados posibles de situaciones del
pobre.
La primera, la más baja, arrastrada, irredimible, y de todo punto
desesperante por irrecuperable (salvo quiniela mediante), era trabajar. Y por supuesto era lo último
que había que hacer. O lo primero, dependiendo de en qué peldaño de la escalera
se estuviera, pues los que no tenían nada, animaban a los suyos a utilizar sus
habilidades personales para ganarse el jornal, aspirando todo lo más, con el
tiempo, a un segundo grado consistente en instalarse, en poner algo, una tienda, un bar, un taller, una droguería, para
tratar a partir de ahí de maximizar el beneficio de su riesgo. Y pasar a
repelar en vez de ser repelado.
A quien con una visión más de clase media, y por tanto desenfocada
por actual, esté en desacuerdo con que los trabajadores crudos redujesen sus
aspiraciones a la autorreproducción, les sugeriría pensar en la impermeabilidad
social, lo cerrado de los mundos laborales y las propias necesidades que
obligaban mecánicamente a seguir a lo que estaban y que me quede como estoy, y
coartarse hasta en la ilusión de ascender en la escala de los sueños. De
manera que hasta que los usuarios naturales de la palabra trabajar no se
convencieron de que servía para comer y poco más, no se unieron a la quimera de
aspiraciones iniciada por los que habían ‘puesto algo’, en alcanzar ese tercer
grado que como escapatoria del arroyo se iba a difundir entre la mentalidad
popular como todo un salto adelante en el progreso del currante, la pole
position, por así decir, que empezara a alejarlos casi definitivamente del
trabajo: el emplearse.
Emplearse, en oficinas, servicios (retretes incluidos), almacenes
–los bancos aún pertenecían al mundo de
la colocación–, quería decir también renunciar, porque el empleo era una
especie de hermano bastardo de la colocación. Un sucedáneo. Era conformarse, no
dar más de sí. Pero aún así suponía entrar en colectivos diversos,
socializarse, abrir horizontes, ver mundo, aprender de otros, adquirir nuevas
técnicas y conocimientos, un duro aprendizaje que a la larga, bien por haber
entrado en el escalafón, la ampliación de oportunidades o la transformación del
negocio en propio, era toda una esperanza, no ya de zafarse de la cárcel
laboral, sino de la clase social misma y, tacita a tacita, acabar colocado, el cuarto y superior grado en
que culminaba la posibilidad de montárselo. Entonces surgió la gran cuestión
que los más viejos llevaban tiempo planteándose: ¿porqué no colocarse
directamente?
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