miércoles, 12 de junio de 2024

Progresos de ida y vuelta(2005)

  

Desde mi más tierna infancia, que allá por los cincuenta no lo era tanto, ya que hasta el pan solía ser del día anterior, mi padre decía que había que colocarse. No es que el hombre fuera un beatnik, aunque por la edad bien pudiera haberlo sido, y ansiase un futuro para sus hijos colgado sobre las nubes de Katmandú, que tampoco habría estado mal, sino más bien lo que trataba de inculcarnos era esa forma de vida ya entrevista por él como cuajada en el régimen anterior que consistía, y consiste, en mantenerse en un estado sufragístico de la propia existencia tan alejado y equidistante de la necesidad como del exceso de esfuerzo para lograrlo.

Buscarse una colocación era el epítome (y si me apuran hasta el apócope) en que desembocaba toda una tradición sociopolítica, desde San Agustín hasta López Rodó, pasando por Licinio de la Fuente (del que mi padre era fan), por la cual el non plus ultra de la economía política para la gente lo que se dice hinchada a trabajar, y otrosí sin seguridad social, era instalarse en cualquier vericueto, cuarto escalera, pasillo, rincón e incluso sótano del complejo levantado con cuartos públicos y establecer en él una posición más inexpugnable que las trincheras del frente de Teruel, demostradas tan endebles, y desde allí poder reírse un poco de la necesidad, el reuma y los señoritos de turno.

Sin saberlo, mi padre iba de posthegeliano por libre, no en vano  Engels había pontificado que la libertad era la conciencia de la necesidad, y colocarse, además de significar ese estado de infeliz buena esperanza a que se llega sin necesidad de relaciones sexuales (o con ellas, ya puestos) a que tanto animara luego a la juventud el profesor Tierno, que no es que copiase a mi padre sino que eran de un tiempo, coetáneos, vamos..., venía a significar la forma superior de buscarse la vida, el no va más del struggle for life, por lo que suponía de obtención de máximo beneficio con la mínima inversión por unidad de coste. Lo que se dice darle el palo a la vida, pegarle el braguetazo alcanzando una subsistencia a base poco menos que de palparse donde el vientre pierde su deshonrado nombre, porque, sencillamente, eso ya no era trabajar, sino lo que la escuela de Chicago impartía como participación en los beneficios del capitalismo popular, algo que mi padre, muy a pesar de haber ido solo medio curso en burra a Tiriez a aprender las cuatro reglas, sabía de corrido como si sus maestros hubieran sido Adam Smith y Keynes. Si bien las circunstancias tampoco eran mancas.

Las circunstancias eran la hostia, con perdón. No. Eran peor, pues el que se despistaba, no la cataba, y una oblea es una oblea. Lo que infundía una pericia teórica tal que, con sólo observar en derredor, se podían establecer con la gorra los cuatro famosos grados posibles de situaciones del pobre.

La primera, la más baja, arrastrada, irredimible, y de todo punto desesperante por irrecuperable (salvo quiniela mediante), era trabajar. Y por supuesto era lo último que había que hacer. O lo primero, dependiendo de en qué peldaño de la escalera se estuviera, pues los que no tenían nada, animaban a los suyos a utilizar sus habilidades personales para ganarse el jornal, aspirando todo lo más, con el tiempo, a un segundo grado consistente en instalarse, en poner algo, una tienda, un bar, un taller, una droguería, para tratar a partir de ahí de maximizar el beneficio de su riesgo. Y pasar a repelar en vez de ser repelado.

A quien con una visión más de clase media, y por tanto desenfocada por actual, esté en desacuerdo con que los trabajadores crudos redujesen sus aspiraciones a la autorreproducción, les sugeriría pensar en la impermeabilidad social, lo cerrado de los mundos laborales y las propias necesidades que obligaban mecánicamente a seguir a lo que estaban y que me quede como estoy, y coartarse hasta en la ilusión de ascender en la escala de los sueños. De manera que hasta que los usuarios naturales de la palabra trabajar no se convencieron de que servía para comer y poco más, no se unieron a la quimera de aspiraciones iniciada por los que habían ‘puesto algo’, en alcanzar ese tercer grado que como escapatoria del arroyo se iba a difundir entre la mentalidad popular como todo un salto adelante en el progreso del currante, la pole position, por así decir, que empezara a alejarlos casi definitivamente del trabajo: el emplearse.

Emplearse, en oficinas, servicios (retretes incluidos), almacenes –los bancos aún  pertenecían al mundo de la colocación–, quería decir también renunciar, porque el empleo era una especie de hermano bastardo de la colocación. Un sucedáneo. Era conformarse, no dar más de sí. Pero aún así suponía entrar en colectivos diversos, socializarse, abrir horizontes, ver mundo, aprender de otros, adquirir nuevas técnicas y conocimientos, un duro aprendizaje que a la larga, bien por haber entrado en el escalafón, la ampliación de oportunidades o la transformación del negocio en propio, era toda una esperanza, no ya de zafarse de la cárcel laboral, sino de la clase social misma y, tacita a tacita, acabar colocado, el cuarto y superior grado en que culminaba la posibilidad de montárselo. Entonces surgió la gran cuestión que los más viejos llevaban tiempo planteándose: ¿porqué no colocarse directamente?

De tal modo se propagó la pregunta, que cuarenta años después todo el que se dispone a vivir por su cuenta intenta empeñarse en materializarla probando primero fortuna en ese Eldorado de la colocación, tan saturado que a continuación se conforman con un empleo que les mantenga al acecho de la solo postpuesta colocación a medio plazo, o como mucho establecerse por su cuenta, como un mal menor, abriendo alguna empresa (unipersonal) que permita todavía esa esperanza de acceso a largo plazo. 

Es como un camino desandado, en el que lo último, por supuesto, es trabajar, concepto degradado y sin fe para una mentalidad generalizada netamente capitalista (obsérvese la valoración de todo a corto, medio y largo plazo) que, arrancando en la mejora de las condiciones de vida ha acabado en una visión al más puro estilo especulativo de la propia vida y su utilización, cuyas consecuencias, laborales y sociales, están preocupando ya. Lo que me inculca –a falta de padre– la duda sobre si el progreso de ayer no será la ruina de hoy, y de si, porque nuestros padres fueran listos, nosotros por fuerza hemos de serlo más. Y sobre todo, si no nos habremos pasado de ello. Dentro de cuarenta años lo veremos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario