miércoles, 25 de diciembre de 2024

Retorno a la fe (2005)

Con este título ya habrá alguien temblando sólo de pensar en volver al hospital de ese nombre para una biopsia, una diálisis o un tacto rectal. No cunda el pánico. Es sólo que en la sociedad crece el deseo de creer a la par que disminuye el ansia de verdad. Vamos, que la fe, el esoterismo, la superstición y hasta la brujería ganan terreno a expensas de la ciencia, el empirismo y el positivismo. En suma, la ilustración baja, el oscurantismo sube. Para ejemplos, el desinterés por la escuela, la deseducación, la apatía del saber, la deserción de la cultura y el apego a la pseudoinformación y la pseudocultura. Vivimos de nuevo tiempos de renuncia a la búsqueda, la investigación y la explicación, de aceptación ciega de lo que nos echen. Tiempo pues de derrota.

No nos pilla de nuevas. El mismo Marx, el de los golondrinos, el científico de la realidad, el que decía que más que explicarla había que transformarla –aunque ésta se haya transformado tanto, que lo único que quede es eso–, creía románticamente en los curretas y en su sudarrina como argamasa del paraíso, mientras ellos le correspondían creyendo en milagros y superhombres. O sea con más fe. Así pasó, que los que tras aquel parto de la Modernidad que fue el petardazo del viejo régimen (del cual somos todos hijos), se agarraron bien a las tetas del ama de leche de la Ilustración, acabarían capitalizando –muy propio del capital– el cambio histórico que pensábamos conquista de los desposeídos, poniéndose la medalla e imponiéndose sobre los refractarios al alimento intelectual.

A la vista de lo nutricio de la Ilustración y las ventajas del meritoriaje, según Weber, los rezagados se engancharon al carro, no muy convencidos y sin apenas inversión, por quererlo todo mascado, que para eso se pagan los impuestos. No es que anduvieran cabizbajos pensando en libros, ejercicios, cursos, exámenes, pero sí podía entreverse cierta asimilación de la necesidad del saber como reverso del relincho, como medio de promoción social, como sello de una nueva calidad alcanzada o lo que fuera. 

La tiniebla parecía difuminarse. Pero hete aquí que la Ilustración fracasa como panacea de vida trascendente, y muchos que llegaron a creer en ella (siempre la fe) se rebotan hacia el otro extremo y el oscurantismo se relanza. En éstas, el gobierno, seguidor atrasado de la sociedad pero persuadido de que a las masas les interesa más una pechuga, sea de pavo o de pava, que Espinoza, para no ser menos y refrendar esa pasión popular por lo ignaro, le pega un hachazo a las artes, las humanidades y otras sandeces del ámbito educativo.

Nadie piense en ello como un fomento de esa democratización de la estulticia a base de populismo y demagogia con que quieren igualar a todo el mundo por abajo (superdotados incluidos). Al contrario, con tal segón de conocimientos se erradican cual grama u ortiga cosas harto cizañosas como la filosofía, la plástica, la música, previniéndonos a la vez de lo indeseable por ignoto. Se trata pues de una adecuación a la demanda social que piensa que de poco puede servir a un cocinero –con contrato basura, supongo, y a tiempo parcial, o sea a un preparador de desayunos o meriendas– saber geografía cuando el origen del colacao sólo puede explicarlo Hawking.

Lo importante para el poder más refinado actual, expendedor de libertad con hipotecas a largo, es que el personal llegue solito a la conclusión de que sin grandes estudios será más fácil colocar a los hijos para poder empezar a pagarse cuanto antes los cubatas y así seguir colocados, y que cuanto antes lleguemos a ese nuevo medievo analfabeto, liberalizado y tecnológico en el que, en nombre de maximizar ciertos conocimientos se desacredita el pensamiento, en virtud de mejorar la razón se arrincona el intelecto, y en razón de cierta lógica se apaga el criticismo y la duda, mejor.

Es como si después de dos siglos construidos con Ilustración las masas tradicionalmente iletradas (y obligadas por un tiempo a ilustrarse algo) anduvieran en plena venganza histórica imponiendo como medida del hombre su andorga, su tancredismo, su pan en los ojos y a mí me las den todas, todo ello con la anuencia y colaboración inestimable de gobernantes interesados en ampliar el cretinismo, apuntando una vez más con sus dardos al ilustrado como enemigo, empezando por su mofa, desprecio y descrédito, anunciándolo inútil, elitista (y por tanto descastado e impropio) y digno de recelo. A cambio, los contentos soberanos piden fe.

Ocurre en cada reflujo histórico, en cada involución, que a los ilustrados les pongan orejeras y a la cultura se la liquide a puñaladas de buenas palabras. Y ahora pintan bastos para el estudio, pareciendo más bien que vuelva el ora et labora, el trabaja y cállate, tan similar a aquel “laborare, obedere, credere” de Mussolini, que se autocalificaba de socialista. Pues eso. Pero ya digo, no nos pilla de susto: “¡Viva la muerte!”, fue el grito de guerra de aquel legía contra la razón representada en Unamuno

La cosa es tan vieja como los tontos, y no es ninguna novedad que las fuerzas de lo estulto siempre estuvieron avizoras al beneplácito de esa mayoría perezosa que por ruin y gandula actúa con envidia, inquina y celo inquisitorial contra todo lo letrado. Actitud mentecata de rencor contra lo intelectual a la que los orates, en su afán por perpetuarse sobre la idiocia, se unen, aunque prediquen lo contrario, apoyándose en ello para recortar el único pertrecho verdadero que cualquier pedestre posee frente al poder: el conocimiento. Piensan que escupiendo a la inteligencia nunca caerá sobre ellos ni sobre sus adeptos, los nuevos creyentes que los mantienen a base de una fe chusquera y reciclada, y que cuanto antes se haga de noche, mejor, pues en ella todos seremos pardos, y así podrán camuflar mejor su color natural de gatopardos,  ya que a plena luz cantan que te cagas. 

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