Las paredes no sólo oyen; también hablan. Para muestra, el grafiti que vi el otro día: “Nuestros sueños no caben en las urnas”. Lo típico. Sólo que debajo alguien había apostillado, o contestado: “Por no hablar de otras cosas”. Que, al margen de lo poético de tomar ese receptáculo, y perdón por la palabreja, como objeto simbólico de la bella imagen de contención de los deseos abstractos, y hasta de los más bajos sentidos (tómese bajo sólo en sentido geográfico), me dejó con el enigma de a qué cosas se referiría el tapiógrafo, al que de inmediato acoplé en el perfil (que es lo que se lleva ahora) del tópico segmento JASD (Joven Aunque Sobradamente Decepcionado) en que suele a cualquiera que ligue urna y obscenidad con el suficiente desparpajo anticonvencional; aunque también podía haberse tratado de un sátiro canoso, un ama de casa traumatizada por el precio de las bajoquetas o una abuela necesitada. Pero pongamos que era un joven.
Quizá haya en la opción un cierto voluntarismo romántico. Incluso
sea una muestra de inclinación idealista, pero conste que yo sé perfectamente
lo que es un joven. Los he conocido que se han llevado unas botas katiuskas al
Sahara; otro se me tiró horas en un videoclub buscando El beato y la lesbiana,
un dvd que le habían dicho era “lo más” del porno, y que resultó ser El beato
de Liébana. Como sé que muchos de ellos podrían ganarse bien la vida dando
clases particulares de dormir, ahora que el insomnio se impone. Pero todo eso
que induce a dudar si nuestra juventud es sólo una leyenda urbana y nada más, o
si el esguince cerebral será una enfermedad juvenil, no me amilana para cavilar
que lo más probable es que el de la juventud sea un problema de perfiles.
No sé si alguno de nosotros ha llegado a imaginar el futuro desde
una posición ecuánime. Es decir como flirteo entre la imaginación y el deseo.
Cosas ambas que viven muy candentes en el alma de la juventud como categoría
que se ha venido alargando hasta después de los cuarenta, obligándonos a
mantenerla con una fecha de caducidad sine die bajo la certeza de una
expectativa de vida más allá de los cincuenta; cuando la vil circunstancia es
que, tras la fatídica cuarentena, entramos en una especie de muerte social de
la plenitud, sólo mantenida artificialmente por nuestros delirios y el
espejismo de esa imaginación del futuro que nos alimenta la ilusión de vivir en
ese eterno albor que nos vuelve ignorantes de que todo pasó hace años. Y
mientras nos imaginamos juncales y cimbreantes, el tiempo se ríe sin embargo a
nuestra costa.
Así, el problema de los jóvenes es que todo está lleno de ellos,
incluidos los viejos “por su quinta” que no se jubilan de esa flor de la vida
con respiración asistida y no pasan el testigo ‘ni pa Dios’. Demasiada
competencia. Es el síndrome Rolling Stones, que se han pasado medio siglo
calentando el ambiente medio y ahora hacen conciertos contra el calentamiento
del planeta, una fórmula cínica que al grito de ¡Pasta ya!, un colectivo al que
pertenecen miles de millones de terrícolas, es pura metáfora de la dicotomía
entre lo nuevo y lo viejo, y que subraya el problema juvenil de la
identificación dentro de esa juvenalia universal artificiosa y a la page
en la que les resulta tan difícil encontrar el respeto, el autocontrol de su
vida y la autoestima necesarios para pasar de la imaginalia de sus deseos a una
cierta esperanza. Algo que la votación del domingo dudo que mejore.
La finalidad de las sucesivas ampliaciones de Europa es ensanchar los mercados, entre ellos el laboral, de forma que en el futuro existan tres ejércitos de parados en reserva para competir entre ellos por un chusco: los inmigrantes, todo el excedente del Este europeo y buena parte de la juventud occidental.
Tres grandes masas de “hambrientos” entreverados y dispuestos a batirse el cobre y a abaratar los jornales, en lo que parece una reedición de aquella reestructuración económica americana que, en pos de la productividad, obligó a desarraigarse a todo el mundo y en especial a la juventud, a la que ahora se pide, en pro del multiculturalismo y el cosmopolitismo europeo que se conviertan en nómadas plurilíngües para que sus empleadores no tengan ningún problema a la hora de insultar a sus inteligencias, sobradamente cultivadas con los enormes recursos de sus países de referencia, igual que se tira al mar el buen café sólo para que suba de precio.
Y sin embargo, se les pide que, como
herederos de esa nueva Europa, sean sus grandes protagonistas. ¿Cómo? ¿Yendo de
turismo por toda la CE con el chequetrén y sus mochilas a las diversas
actuaciones de los monstruos del pop? ¿O escardando cebollino en Moravia?
El paraíso heredado pues por los jóvenes por su quinta no parece tan maravilloso, pues el vagabundaje de lujo, en emulación de aquellos estudiantes o peregrinos perpetuos del medievo comunitario, con MP3, eso sí, en las orejas, no es el ideal para rentabilizar un patrimonio de siglos. Por mucho que se diga que eso es un gran yacimiento de empleo, más parece el futuro osario de las aspiraciones de toda una generación.
Una cosa es que el occidente
de añagaza, veleidoso, enrobinado, inapatente y disoluto necesite sangre fresca
y otra desperdiciar precisamente sus mejores rebrotes, aduciendo que en báscula
dan un perfil demasiado alto, ensalmándolos con lo de juventud, divino tesoro,
para camelarlos, mientras se piensa en ellos como una divina ful cuya mejor redención
sería votar. Esos cuyo perfil rastrero no ha variado un ápice desde el
principio de los tiempos y que por muchos eufemismos que se gasten, siguen
siendo unos sinvergüenzas sacaamagos, de los que el continente está repleto.
Asignatura que los jóvenes se saben al dedillo. Y si no sondeen, sondeen, a ver
los que han votado.
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